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Primera persona singular

Mi identidad, mi derecho. Mi cuerpo, mi espacio. Mi existencia, mis decisiones. Mi libertad, mi destino. Mi autonomía, mi vida. Yo. Tal como ocurrió con la discusión relativa al aborto, el debate sobre identidad de género ha estado dominado por argumentos de corte individualista. En este sentido, el persistente uso de la primera persona singular a la hora de formular consignas es revelador: buena parte de nuestra discusión se mueve en categorías que solo remiten a la soberanía del individuo. Prohibido hablar en plural. Cualquier límite externo a mi soberanía es percibido como inadmisible, como resabio de un autoritarismo añejo que ya no tiene lugar. En esta oportunidad, nuestro cuerpo ha sido declarado accidental en la constitución de nuestra identidad: a la hora de definirme, solo cuenta mi percepción. Es más, todos deben reconocerme esa autodefinición (esto, por cierto, es perfectamente contradictorio con lo anterior, pero a nadie le preocupan los detalles). Además, no cabe duda -siguiendo esta narrativa- de que el mundo se mueve en esta dirección, y solo una derecha muy cavernaria podría ignorar ese movimiento sagrado. De este modo, las élites bien pensantes se confortan en la certeza de estar -una vez más y como siempre- en el lado correcto de la historia.

Desde luego, no se trata de negar la importancia de la autonomía personal; ni menos aun de cuestionar la dignidad o las dificultades de quienes tienen una percepción que no coincide con su sexualidad. Por un lado, dicha autonomía es un principio fundamental y ningún esfuerzo por aproximarse a la modernidad puede prescindir de ella. Sin embargo, tampoco puede pensarse que un solo principio pueda agotar, de modo exclusivo, todo el fenómeno humano. Por lo mismo, la autonomía individual exige ser comprendida en un marco más amplio, fuera del cual no podría existir. Si la autonomía personal emerge en contextos determinados, no podemos sino prestar atención a las condiciones que la hacen posible. Sobra decir que esas condiciones están inevitablemente referidas a terceros: no existe lo humano sin la consideración del otro, y nadie advirtió mejor que Tocqueville los enormes riesgos involucrados en un individualismo exacerbado que tiende a encerrarnos en nosotros mismos. En este caso particular, una salida razonable habría sido distinguir el sexo biológico de la identidad de género. Después de todo, resulta evidente que buena parte de la vida social se articula en torno a la diferencia sexual: basta pensar en los deportes, las prestaciones de salud, las cárceles y así.

Ahora bien, y más allá de la discusión puntual sobre género, la cuestión de fondo guarda relación con lo siguiente: al darle una primacía absoluta a la soberanía individual, tendemos a olvidar que la realidad también tiene otras dimensiones. Solo un libertario bastante extremo podría pensar que el orden social puede explicarse desde átomos aislados. En este contexto, no deja de ser llamativo cómo la izquierda se ha plegado a un discurso abiertamente individualista, sin percibir que emplea exactamente las mismas premisas que dice combatir. En efecto, si la autonomía individual es ilimitada, ¿por qué ese principio no podría ser llevado al plano económico? ¿No funciona el mercado con la misma lógica de satisfacción de intereses estrictamente individuales? ¿Qué deberes tengo con terceros si se admite una premisa de esa naturaleza? ¿Qué solidaridad efectiva es posible allí donde se afirma la supremacía total y absoluta del individuo? ¿Cómo reconstituir un nosotros después de haber argumentado de ese modo? Si es verdad, por ejemplo, que somos dueños de nuestro cuerpo, ¿cómo oponerse en un futuro no tan lejano a que este sea objeto de transacciones consentidas? Al fin y al cabo, Fantine (aquel inolvidable personaje de «Los Miserables») vendía libremente su pelo, sus dientes, y otras cosas; pero ha sido abandonada por la izquierda. ¿Qué motivo tendríamos para intervenir su sagrada autonomía? ¿Cuántas cosas podría decir Fantine en primera persona singular?

La derecha, por cierto, no lo hace mucho mejor. En rigor, carece de herramientas conceptuales para enfrentar discusiones de esta naturaleza, y eso explica que desde Palacio se terminara impulsando un proyecto que el candidato Piñera había criticado (en cualquier otro tema, esto habría provocado escándalo). La derecha ignora lo que piensa, y de allí su adhesión acrítica a los paradigmas dominantes. En efecto, predomina en ella cierto progresismo ambiente, que se complace en el aplauso del adversario y en subirse (¡al fin!) a ese bendito carro de la historia. Así, parte importante del oficialismo se va desdibujando poco a poco, pues no tiene carácter alguno a la hora de defender una posición difícil. Todo esto se ve facilitado por la convergencia de las tesis individualistas con la versión más dura del liberalismo económico, que no ve en la sociedad sino una mera agregación de individuos. Izquierda y derecha unidas jamás serán vencidas. Bienvenidos al alegre reino de la primera persona singular.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio