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La insultante juventud del diablo

El hombre contemporáneo mira con superioridad a los siglos medievales, en los que se debatía sobre el sexo de los ángeles y otras cuestiones llamadas despectivamente bizantinas. Mientras, el hombre contemporáneo debate sobre si Epi y Blas son gais o asexuales.

Nada resume mejor el complejo de superioridad de la modernidad. Creemos haber dejado atrás los siglos oscuros de la superstición y la Inquisición. Pero resulta que, sólo durante algunas semanas, la Revolución Francesa asesinó por razones ideológicas más personas que la Inquisición en sus siglos de historia, y con muchas menos garantías judiciales; es decir, con ninguna. Y en nuestros días proliferan seudociencias como la homeopatía o la perspectiva de género, que incluso se imparten en la Universidad.

Cuando el contemporáneo desaprueba algo, dice que es un “retroceso”, que supone “volver a la Edad Media”. Y estas expresiones son moneda corriente tanto entre progresistas y liberales como en los denominados conservadores. Los conservadores, a efectos prácticos, no son en su mayoría más que un subtipo de progresistas rezagados. De hecho, los progresistas de hoy consideran inaceptablemente reaccionarias posiciones que sostenían con total naturalidad los progresistas de ayer o anteayer.

El progresista tiende a considerar como extremistas las posiciones conservadores o tradicionales, por moderadas que sean. En cambio, muestra habitualmente una exquisita deferencia hacia los extremismos de izquierda. Esta es la razón por la que se emplean términos denigratorios como ultraconservador, pero no ultraprogresista, como si cualquier exceso de lo último fuera disculpable y hasta loable.

El progresista califica rutinariamente como ultraderechistas a partidos cuyos programas e ideas se salen del consenso progresista en cuestiones como la inmigración o la ideología de género. Sin embargo, rara vez se refiere a partidos comunistas, que exaltan la revolución bolchevique y simpatizan abiertamente con el régimen cubano, como ultraizquierdistas. Hay un franco empeño por alertarnos de una permanente amenaza fascista, al tiempo que se desdeña o ridiculiza cualquier advertencia contra el comunismo, pese a haber gozado de una extensión cronológica y geográfica muy superior.

La mayoría de la gente utiliza con intención crítica el término Inquisición, pese a tocarnos históricamente mucho más cerca la Cheka comunista, indeciblemente más letal y arbitraria. Asimismo, cuando se pretende denunciar algún exceso policial, se habla de la Gestapo nacionalsocialista, desaparecida en 1945, cuando la Stasi de la República Democrática Alemana pervivió hasta 1989 y afectó a la vida de muchas más personas aún vivas.

La Inquisición se convierte en el prototipo de la represión del pensamiento y de los derechos individuales, a pesar de que ha sido en los dos últimos siglos largos de secularización cuando la humanidad ha conocido unas persecuciones políticas e ideológicas masivas sin apenas precedente en la historia. Asimismo, se toma como expresión del mal por antonomasia el régimen de Hitler, que duró una docena de años, pese a que el comunismo empezó a perpetrar sus matanzas mucho antes y las continuó mucho tiempo después, con un siniestro balance global que acaso multiplica por cuatro o cinco las víctimas mortales del nazismo.

No se trata de aplicar a la interpretación de la historia el pedestre “y tú más” del debate político vulgar. Que los comunistas mataran más que los nazis, a lo largo del siglo XX, no hace a los segundos mejores. Pero que el discurso contemporáneo juzgue de manera tan distinta unos crímenes u otros nos lleva a la inquietante conclusión de que no todas las víctimas son iguales, que quienes caen a manos de verdugos progresistas parecen invisibles, o acaso sean menos dignos de compasión, como si alguna culpa oscura hubieran tenido.

El ejemplo más reciente de esta manera sectaria de ver la historia es la llamada Ley de Memoria Histórica establecida por Zapatero, mantenida por Rajoy y reavivada por el actual presidente del gobierno, Pedro Sánchez. Sólo se consideran víctimas cuya dignidad debe ser reconocida las del bando franquista de la Guerra Civil y la dictadura, independientemente de las responsabilidades materiales y políticas de muchas de ellas, en crímenes cometidos durante la república y la guerra. Los que mataron los rojos no cuentan. “Algo habrían hecho”. Esta frase, que resume la actitud más vil de quienes se mostraban como mínimo indiferentes ante los asesinatos de la ETA, expresa el pensamiento implícito de quienes olvidan deliberadamente, por ejemplo, la cruenta persecución religiosa de 1936.

Una visión tan falsa y deforme como la que sostiene el progresismo sólo puede llevar a incrementar todo tipo de errores e injusticias, justificados por la revancha permanente contra un pasado pintado al estilo tenebrista, que supuestamente amenaza siempre con pervivir o regresar. El progresismo, ese ajuste de cuentas incesante con la historia, esa recreación obsesiva de agravios pretéritos sufridos por las mujeres, los obreros, los homosexuales o los negros, se convierte así en la principal y verdadera amenaza contra las libertades (de expresión, de educación, de objeción de conciencia, de presunción de inocencia) por cuya retórica defensa se da tantos golpes de pecho.

Quizá nadie lo expresó mejor que Chesterton: “Las novelas y el periodismo caducos acostumbran a hablar del sufrimiento de la gente bajo las viejas tiranías. Pero, de hecho, la gente casi siempre ha sufrido bajo nuevas tiranías; bajo tiranías que habían sido libertades públicas apenas veinte años antes.” Probablemente nada sea más conveniente para un despotismo en ciernes que foguearse asesinando a zares derrocados. Puede que le baste sólo con profanar los restos mortales de caudillos sepultados.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog Cero en Progresismo, https://ceroenprogresismo.wordpress.com