Hagamos que las tempestades del infierno sean primaveras para la Iglesia

Mauricio Riesco | Sección: Religión, Sociedad

Es indudable que el grave escándalo que han dado muchos de nuestros sacerdotes y dignatarios de la Iglesia con sus abusos y encubrimientos, son parte de una espiral de decadencia de la cultura cristiana, la misma que por doscientos años ha sostenido la moralidad de nuestra República. Poco a poco se ha ido envenenando el alma colectiva de Chile, su espiritualidad. El desenfreno, la desvergüenza, el relativismo, ha calado tan hondo que ya el matrimonio homosexual, el aborto, la llamada identidad de género, el ataque frontal a la familia, el divorcio, el interés por legalizar la eutanasia, etc. son percibidos por la mayoría, como simples expresiones de los tiempos modernos y no manifestaciones clarísimas de perversiones anti-natura y desquiciados planes para demoler la institución familiar.

La humanidad entera vive hoy un desorden moral provocativo y seductor, que ha ido horadando los fundamentos de la sociedad y desafiando, incluso, la naturaleza humana. Así, el relativismo se ha adentrado en nosotros al punto de permitir encontrar bueno lo malo, correcto lo incorrecto, justo lo injusto. Y no es fácil para los ministros de la Iglesia Católica, mortales todos, poder abstraerse a las bajezas de este mundo, si bien trabajan para otro. Y cuántos que hoy conocemos como victimarios, habrán sido antes ellos mismos víctimas del envilecimiento y degradación que flota en el ambiente y que ha terminado por destruir su integridad espiritual. Es cierto que tampoco podemos disculpar el creciente clericalismo, esa verdadera “cultura” de soberbia y vanidad que se fue fortaleciendo a través de los años y que ha herido profundamente a los laicos y se ha constituido en un ingrediente adicional en la crisis que hoy vivimos.   

Ante ello, los católicos, sin excepción, estamos llamados a ser el mejor testimonio de que nuestra fortaleza no se agota con las miserias humanas que se dan dentro y fuera de la Iglesia, sino que se nutre de la fe, de la total confianza en Dios.

El mal mete bulla, hace escándalo, atemoriza, disuade, inquieta, horroriza. Por eso es noticia, y lo seguirá siendo siempre. Pero el bien, sin necesidad de aparecer en las grandes cadenas informativas, es manso y comedido, por eso convence y da paz; sin ser enfermedad contagia; parece pobre, pero da riqueza; es pacífico y su silencio tranquiliza, infunde esperanza.    

Y, ¿quién, siendo católico, no tiene grabado en su memoria la figura de buenos sacerdotes que han estado cerca nuestro, dispuestos a educarnos en la fe, a aconsejarnos, a socorrernos en algún quebranto, a ayudarnos en nuestras necesidades espirituales? Hoy, inmerecidamente por culpa de unos cuantos, ellos están sufriendo con probada humildad las consecuencias de los delitos y yerros de aquellos y, en no pocos casos, la indiferencia nuestra, mientras esperan una tardía defensa de su inocencia. ¿Con qué temores despertarán ellos por lo que deberán afrontar cada nuevo día? Están solos, muchos abandonados a su suerte, especialmente en localidades apartadas; me pregunto cuántos habrán desorientados y sin saber cómo reaccionar con lo que está pasando hoy en la Iglesia, desamparados y temerosos de predicar la moral cristiana porque les echarán en cara su atrevimiento poniéndolos en el mismo saco con los que cayeron. ¿No es, acaso, la hora de devolverles la mano? Ellos también necesitan que alguien les diga “gracias”. De nosotros depende hacer que las tempestades del infierno terminen siendo primaveras para la Iglesia.

El escritor norteamericano, Gil Bailie, relata la historia de un joven sacerdote amigo suyo quien, recién ordenado, le tocó vivir con un sacerdote anciano. “Una mañana durante el desayuno, (cuenta él), mi amigo le preguntó, ‘Padre, ¿cuándo decidió usted ser sacerdote? El viejo sacerdote respondió, ‘Cuando me levanté esta mañana’”, queriendo decir que cada día él renovaba su consagración, amanecía con su vocación fresca y fuerte. Y aplicada esa experiencia a nuestros tiempos, quizás si muchos al levantarse se pregunten ¿con qué me encontraré hoy? ¿seré capaz de enfrentar a quienes me ataquen injustamente? ¿Me dejarán hoy “ser sacerdote”?

Según datos de la Oficina de Estadísticas para la Pastoral de la Conferencia Episcopal de Chile, en nuestro país hay un total de 2.415 sacerdotes, (1.182 de ellos diocesanos y 1.233 religiosos). Esto equivale a más de 4.000 católicos por sacerdote, atendidos los datos de la Encuesta Nacional Bicentenario 2017, realizada por el Centro de Políticas Públicas de la Pontificia Universidad Católica de Chile y GfK Adimark, que reveló que el 59% de los chilenos se declara católico, es decir, una cantidad cercana a los 10 millones de chilenos. No cuesta, pues, imaginar la labor abrumadora que debe desarrollar un buen sacerdote si quiere atender no solo a los que practican y no practican su fe sino, además, atraer a la Iglesia a quienes no son católicos; todo ello tratando de compatibilizar, también, su ministerio con labores administrativas propias de una parroquia o de un cargo que lo requiera. Ante esas cifras, bien vale preguntarse qué resultado se le puede exigir a su esfuerzo evangelizador si, además, debe sobrellevar pacientemente las condenas tiradas “al voleo” contra la Iglesia y sus representantes.

Por otra parte, a esta fecha son cuatro las diócesis chilenas con administradores apostólicos en sede vacante: Valparaíso, Valdivia, Osorno y Puerto Montt, hasta que el Papa provea un nuevo obispo para el gobierno pastoral de esas jurisdicciones, y eso hace más difícil que los religiosos que desarrollan su ministerio en esas diócesis puedan contar con el apoyo fuerte y decidido de un obispo que está “de paso” y con otras múltiples prioridades para reordenar lo que requiere que lo sea.

Así, entonces, dada la situación por la que pasa la Iglesia, es a los laicos a quienes corresponde colaborar con los sacerdotes en el resurgimiento del impulso evangelizador, y a éstos últimos concierne terminar de raíz con el clericalismo y aceptar con satisfacción la ayuda de los primeros. El Documento del Concilio Vaticano II llamado “Apostolicam actuositatem” que está dedicado a los laicos, señala que éstos tienen un “lugar imprescindible en la actividad de la Iglesia Católica, para que no sólo (sean) objeto de la evangelización sino protagonistas y responsables de esta tarea”. Con mucho acierto, decía hace un tiempo el Obispo Auxiliar de Guadalajara, José González Rodríguez, que los laicos “deben llegar a donde no llega el sacerdote o la religiosa; ellos deben ser los evangelizadores de avanzada. Esta es la hora del laico, de los seglares conscientes que no deben separarse del mundo para realizar su labor. Que los laicos no se clericalicen y que los clérigos no se laicicen”.