El género y los menores

Claudio Alvarado | Sección: Familia, Política, Sociedad

En las próximas horas concluirá la votación del proyecto de identidad de género. Esta iniciativa, según se dice, buscaría solucionar el drama de las personas cuya autopercepción es inconsistente con su sexo biológico. Sin embargo, su alcance es mucho más ambicioso. En efecto, el proyecto omite toda alusión al sexo en función del género, eliminando el primero de los registros públicos a petición del solicitante, mediante un trámite más sencillo que un cambio de nombre.

La paradoja es digna de reflexión. En principio, el concepto de género surge para distinguir la expresión cultural y los roles sociales, por un lado, de la estricta condición de varón o mujer, por otro. Pero una cosa es reconocer la indudable historicidad del modo en que se manifiesta nuestra sexualidad, y otra muy diferente negar el carácter sexuado del ser humano. Después de todo, es la propia cultura la que se funda en la distinción entre lo masculino y lo femenino. Basta reparar en la relevancia que atribuimos cotidianamente a estas dimensiones en las prestaciones de salud, en la jubilación, en las competencias deportivas y un largo etcétera. En rigor, ningún aspecto de nuestra vida social escapa a esa dualidad. Si de veras quisiéramos diferenciar sexo y género, una alternativa más coherente sería establecer dos menciones, una para cada categoría, permitiendo que el género dependa de cómo se comprenda cada persona, pero sin desconocer el carácter sexuado de la condición humana.

Con todo, lo más preocupante es la situación de los menores de edad. El Senado ya descartó la inclusión de niños bajo 14 años (curiosa propuesta apoyada por miembros de Evopoli y la DC), pero el proyecto aún contempla a jóvenes entre 14 y 18 años. Desde luego, los menores en general, y los que sufren disforia de género en particular, son una población altamente vulnerable. El punto es cómo hacer frente a esa realidad. La evidencia disponible (DSM V, 2014), convergente con trabajos de la Asociación Mundial de Profesionales por la Salud Transgénero, confirma que 8 de cada 10 menores deja de padecer dicha disforia con el paso de los años. De ahí la importancia de no asumir a priori la permanencia de este cuadro.

Ahora bien, el solo considerar incluirlos en esta regulación refleja un severo equívoco sobre qué implica ser menor de edad. Tomarse en serio su vulnerabilidad y ponerlos primero en la fila supone reconocerlos como lo que son, personas en proceso de formación. Afirmar una “opción preferencial” por ellos asumiendo que se trata de adultos autónomos es un sinsentido. Desde luego, todo esto ratifica una vez más cuán problemática es la idea de una autonomía radical. Guste o no, al abrazar este paradigma tiende a dejarse a los más débiles a merced de las corrientes dominantes de cada época. Y este proyecto de ley, por desgracia, no es la excepción.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.