Una propuesta de renovación pedagógica para la escuela católica (II)

Pedro L. Llera | Sección: Educación, Religión, Sociedad

Las nuevas pedagogías han hecho mucho daño sobre todo a los más desfavorecidos. Antes, un niño de familia pobre podía aspirar a mejorar su vida si se esforzaba y demostraba que tenía talento y capacidad de sacrificio. Mis padres lo tenían muy claro. Trabajaron como burros para pagarme el mejor colegio de Gijón y que pudiera estudiar una carrera. Sabían que esa era la única manera de prosperar y de que yo no tuviera que malvivir pastoreando vacas o sembrando “fabes” y patatas o jugándome la vida picando carbón en una mina. Esa es la deuda que tengo contraída con ellos: una deuda impagable.

Volvemos a Ricardo Moreno y su Panfleto Antipedagógico:

Pretender igualar, bajando el nivel, a los que proceden de padres con estudios con los que proceden de padres que no los tienen perjudica más a los segundos que a los primeros. Si los que no tienen ambiente intelectual en su casa tampoco lo encuentran en el Instituto, están perdidos para siempre, y por muy listo y trabajador que sea un hijo de padres sin instrucción, y muy tonto y vago que sea un hijo de familia con más posibilidades, siempre quedará el primero por debajo del segundo. Lo que no aprende el pobre en el instituto no lo podrá aprender en ningún sitio, y sólo en un sistema de enseñanza donde se valore el trabajo y la inteligencia pueden competir ambos en igualdad de condiciones.

La idea de que reducir los niveles de exigencia beneficia a las familias más modestas no solo no resiste el más mínimo análisis, tampoco el menor cotejo con la realidad. […] El padre de Copérnico era panadero y el de Kepler regentaba una taberna. Ambos cuando eran niños, tenían que ayudarles en sus tareas. Newton era hijo de un agricultor y Kant de un guarnicionero. H. G. Wells nació en el seno de una familia muy pobre, lo mismo que Charles Dickens, cuyo padre llegó a estar preso por deudas. Antón Chejov era hijo de un modesto comerciante con seis hijos y trabajó para pagarse los estudios y ayudar a su familia. […] Podríamos llenas páginas y páginas con más ejemplos.

Que un muchacho de la España actual, que tiene un instituto a no más de unas cuantas paradas de autobús, instituto mucho mejor dotado de libros y profesores que las escuelas a las que acudieron los ejemplos antes citados, hable de falta de ambiente o de ausencia de estímulos es un sarcasmo de mal gusto. Jamás hemos estado tan cerca de la igualdad de oportunidades, la única (además de la igualdad ante la ley) por la que tiene sentido luchar políticamente. Que unos la quieran aprovechar y otros no, ya es otra cosa. Pero es un fraude no dar lo mejor a los que sí quieren para no generar desigualdades con los que no quieren.

Ese es el quid de la cuestión: que unos quieren estudiar y otros no. Y que tenerlos a todos juntos hasta los dieciséis años es un error garrafal. Los que quieran estudiar deben poder estudiar, independientemente de sus circunstancias familiares, sociales o económicas: para eso deben existir becas y ayudas suficientes. Y los que no quieren estudiar tendrán que insertarse en el mundo laboral y capacitarse para ejercer algún oficio y ganarse honradamente su sustento. Pero las personas son libres y si un jovencito de catorce años no quiere estudiar, no va a estudiar, independientemente de lo que le digan sus padres, sus profesores o el “sursum corda”.  Porque hay jóvenes que no quieren estudiar. Y punto. No se puede negar lo evidente.

Un nueva propuesta pedagógica

1.- Profesores y alumnos

Los profesores deben explicar bien sus materias. Deben dominar las disciplinas que imparten. Y deben sentir pasión por ellas y por transmitir sus conocimientos a los alumnos. Enseñar siempre resulta difícil. Sigo coincidiendo plenamente con el profesor Ricardo Moreno:

“Entender la física y las matemáticas de un cierto nivel es cosa apasionante, pero a esto no se puede llegar si antes no se han hecho muchos ejercicios rutinarios con fracciones y con el sistema métrico decimal. Estos trabajos tediosos se han de hacer porque lo manda el profesor, no hay más solución, y el oficio de profesor no consiste en ser simpático a los alumnos. Las motivaciones más corrientes, las de toda la vida, la de querer hacer pronto las tareas escolares y así tener tiempo para estar con los amigos, la de aprobar para disfrutar del verano o la ilusión por llevar buenas notas son absolutamente legítimas. La afición por aprender ya vendrá en su momento. Quien estudia porque le gusta llevar sobresalientes terminará llevando sobresalientes porque le gusta estudiar.

Los profesores que hablan de motivación, o de que el aprendizaje es un juego, están completamente equivocados.

¿Qué significa eso de que los alumnos deben aprender por sí mismos y participar en el proceso de aprendizaje? ¿Que tienen que poner de su parte, atendiendo en clase y haciendo sus tareas escolares? Eso no es ninguna innovación educativa, es cosa de sentido común. ¿Que tienen que descubrir las cosas por ellos mismos? Esto es un disparate. Un profesor que no desmenuza bien los temas en clase porque el alumno ha de aprender por sí mismo establece una injusta diferencia entre el que puede pagarse una clase particular y el que no. Otra variante de este delirio es sostener que los muchachos no van a clase a aprender, sino a aprender a aprender, como si aprendiendo cosas no se estuviera aprendiendo a aprender cosas.

El error fundamental de esta postura es ignorar que para descubrir cosas nuevas es indispensable saber ya otras cosas. Einstein elaboró sus teorías reflexionando sobre las limitaciones de la física de Newton, la cual había aprendido durante su formación universitaria. Mucha atención: la había aprendido porque se la habían enseñado, no porque la hubiera descubierto por sí mismo. […] Todos los grandes científicos hicieron sus aportaciones después de estudiar a fondo la ciencia que se había hecho antes.

Para que los muchachos puedan seguir estudiando cosas por su cuenta y pueden entender lo que leen, los dictados, las redacciones y otras actividades igualmente arcaicas y obsoletas serán de mucha utilidad.

A muchos partidarios de la reforma educativa les encanta hablar de ‘dotar a los jóvenes de destrezas que les permitan hacer frente a los nuevos retos que plantea una sociedad siempre cambiante’, como si esto significara algo. La sociedad siempre ha sido cambiante y los nuevos retos no han de hacer olvidar los viejos, cuales son leer y escribir correctamente, poseer agilidad de cálculo y tener buenos modales. Los objetivos de una buena educación digna de tal nombre, sintiéndolo mucho por los buscadores de innovaciones y novedades, son los que han sido siempre: conseguir personas sabias, más cultas y libres, en definitiva, más personas. Y el medio fundamental para alcanzar este objetivo sigue siendo la palabra, el mismo que usaron nuestros maestros de todos los tiempos.

Si el profesor no ha de transmitir conocimientos, ¿qué es lo que tiene que transmitir? ¿Qué de malo tiene poseer unos conocimientos y comunicarlos, para que otros también los posean?

Los profesores deben explicar bien los contenidos que deben transmitir a sus alumnos, aconsejar lecturas y alternar las lecciones teóricas con ejercicios prácticos.

La misión de la escuela ha de ser conservadora. Precisamente porque el mundo es muy cambiante, es importante mantener aquellos valores y saberes que no pasan.

No es tan urgente explicar aquellas cosas que más vayan a utilizar nuestros estudiantes, que ya las aprenderán en su momento, como aquellas otras que mejor puedan estructurar su cabeza.

Somos hijos de la civilización latina y nietos de la griega, depositarios de un inmenso tesoro de sabiduría y pensamiento que debemos conservar, porque sin él  nunca entenderemos el presente.  Y el valor de este saber es perenne, por mucho que evolucionen los tiempos, y tenemos la obligación de transmitirlo, como nos lo han transmitido todos los que antes de nosotros han amado la belleza, el pensamiento y la ciencia. Nuestro mundo es muy cambiante y tecnificado, cierto, pero por paradójico que parezca, tiene más posibilidades de adaptarse a él y comprender sus cambios quien conozca bien nuestro pasado y disfrute con la obra de los artistas, científicos y pensadores que nunca pasan de moda, que quien quiera estar a la última. Por eso afirmo que la enseñanza ha de ser, en lo fundamental, conservadora.

Se habla de la necesidad de trabajar en grupo. Pero saber trabajar en grupo requiere primeramente saber trabajar a secas. El estudio y el aprendizaje tienen, qué le vamos a hacer, un componente principal e insoslayable de silencio y soledad. Lo mismo sucede a un músico, que no puede tocar en una orquesta si primero no ha dedicado muchas horas a trabajar en solitario con su propio instrumento. Por no tener esto muy presente, en los trabajos en grupo suele pasar que dos trabajan, cinco miran, y al final firman los siete.

Los jóvenes no tienen las mismas aspiraciones, las mismos motivaciones e intereses semejantes. Pero todos los que quieren aprender necesitan exactamente lo mismo: el ambiente de silencio, trabajo, rigor y disciplina.

En cuanto a los sistemas de aprendizaje, no hay razón para cuestionarlos porque sean tradicionales: hay que cuestionarlos cunado son malos.

Hacer creer a los alumnos que el trabajo es un juego es tan grave como hablarles de la cigüeña cuando preguntan de dónde vienen los niños. […] Es importante que sepan que estudiar con regularidad, estén o no motivados, es un hábito imprescindible.

Es cierto que las materias se les pueden presentar a los alumnos de forma más o menos amena, pero esto es hacerles la disciplina más llevadera, no eximirles de la disciplina. Hay conocimientos indispensables, cuya utilidad es difícil de entender y cuyo atractivo es casi nulo.”

Y hay profesores con más arte para enseñar y otros, con menos. Profesores mejores y profesores peores. Siempre los ha habido y siempre los habrá y en todas las escuelas, más o menos en la misma proporción. Esto es inevitable.

En conclusión, los profesores deben explicar bien sus asignaturas. Y para ello, deben saber y sentir pasión por sus materias y, además, tener arte para enseñar de la manera más amena posible, aunque hay asignaturas (gramática, matemáticas,…) que por sus propios contenidos no tiene nada de divertidas. Ni tienen por qué ser divertidas. Son áridas, difíciles y arduas de entender. Así deben ser.

Por otra parte, el profesor debe centrarse en lo importante: dictados, redacciones, comentarios de texto… En definitiva, el maestro debe enseñar a leer y a escribir, como toda la vida. Y además debe trabajar el cálculo mental y que los alumnos aprendan a sumar, a restar, a multiplicar y a dividir con soltura. En la escuela se debe enseñar todo aquello que el alumno nunca podría aprender en otro sitio: todo aquello que le capacite para sus estudios posteriores o para integrarse en el mundo laboral y en la sociedad sin ser un perfecto analfabeto.

El profesor debe alternar la explicación con los ejercicios prácticos, por tediosos que sean. Repetir y repetir es la mejor manera de enseñar (y de aprender).

Y los alumnos, ¿qué necesitan? Silencio, trabajo, rigor y disciplina: no hay atajos. Sin estos ingredientes, no hay aprendizaje. Los alumnos deben aprender el valor del esfuerzo y del sacrificio. Aprender es difícil y no tiene nada de divertido.

Para ello, es imprescindible la disciplina, que primero tiene que ser impuesta por los profesores en el colegio y por los padres en casa. La disciplina crea hábitos saludables. Y un niño tiene que aprender desde pequeño a estudiar en soledad y en silencio. Tiene que trabajar y esforzarse, aunque cueste. La disciplina, según se vaya convirtiendo en hábito, poco a poco se transformará en autodisciplina. Y llegará el momento en que los padres ya no tendrán que obligar ni controlar el trabajo de sus hijos porque ellos mismos lo realizarán sin necesidad de control.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por InfoCatólica, www.infocatolica.com