Pluralismo y conciencia institucional

Claudio Alvarado, Fernando Contreras y Manfred Svensson | Sección: Política, Sociedad, Vida

Luego de los cambios introducidos por la ley de aborto en tres causales, el Código Sanitario señala expresamente que «la objeción de conciencia es de carácter personal y podrá ser invocada por una institución«. Se trata de una especificación del derecho de asociación, ya protegido por nuestra legislación y múltiples tratados internacionales. Así, la propia ley reconoce ex ante la posibilidad de objetar -y por tanto derivar- la práctica del aborto cuando ella atenta contra el respectivo ideario institucional. Sin embargo, hay voces que pretenden exigir esta prestación a todos los establecimientos privados que participan de la red pública de salud, independiente de su ideario.

Un argumento frecuente contra la objeción institucional ha sido que las instituciones ni siquiera podrían pretender invocarla: la conciencia, se dice, sería un atributo individual.

Al afirmar esto, sin embargo, se olvida que la idea de una «personalidad real» de las asociaciones ha desempeñado un papel relevante en la reflexión moderna sobre la pluralidad social, la misma que hoy suele valorarse de manera transversal. Lo anterior se refleja, por ejemplo, en el creciente interés teórico y político en la acción colectiva e ideas grupales. Ese interés se manifiesta también en la preocupación por la responsabilidad civil y penal de las personas jurídicas, y en nuestra progresiva tendencia a pedirles a las asociaciones formas de conciencia (por ejemplo, ecológica o social). En el mismo sentido, nuestro lenguaje habitual sobre los grupos humanos no es fortuito: que determinada empresa tiene planes de expansión, que tal red social busca escapar a todo control, que la Iglesia debe pedir perdón, etcétera.

En rigor, hablar de intenciones, ideas, conciencia o deseos grupales no es nada extraño; y si reconocemos este hecho al reflexionar sobre la libertad política, hay buenas razones para permitir a las asociaciones objetar en cuanto tales.

En efecto, lo que distingue a una asociación de otra es su propósito o meta compartida, y eso obliga a resguardar los idearios que explican la razón de ser de las diversas agrupaciones sociales.

Como observó Alexis de Tocqueville, la pertenencia a un grupo otorga a sus miembros una voz que, si fuese de individuos aislados, carecería de peso y significancia. Si se aspira a un pluralismo efectivo, y no de impotentes individuos aislados, no puede descuidarse este aspecto. Después de todo, se trata de una lógica que permite conjugar la libertad política, que hoy todos valoramos, con la subsistencia de visiones del bien que puedan diferir de la predominante en un momento dado. El cultivo de esas visiones necesita, como condición de posibilidad, espacios significativos de libertad para las asociaciones.

Todo lo anterior se vuelve aun más importante dado el profundo desacuerdo moral que caracteriza a las sociedades contemporáneas en asuntos de primer orden.

En el caso de las instituciones objetoras en materia de aborto, ellas solicitan que no se les obligue a realizar actos que consideran un atentado directo y deliberado contra una vida humana inocente. Esto no es un mero capricho, por lo demás. Se trata de posiciones con fundamentos racionales al alcance de cualquiera o, en otras ocasiones, de hondas convicciones religiosas. Si esa es la envergadura del desacuerdo, la búsqueda de acomodos razonables se vuelve crucial, y que la propia legislación reconozca la objeción institucional es signo inequívoco de esa realidad. En cambio, negar el aporte público o el actuar colectivo de estas instituciones es renunciar a la contribución de la sociedad civil en aspectos fundamentales para el bienestar del país.

Si nos tomamos en serio el pluralismo, parece claro cuál es la mejor alternativa.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio