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Extrainstitucionales

Emiliano Arias está en una cruzada. Sus declaraciones en el diario español “El País” del domingo pasado lo confirman. Dice allí que hará un “juicio histórico” a la Iglesia a raíz de la investigación que lleva adelante por los abusos sexuales cometidos por sacerdotes. Según el periódico, Arias apunta alto, pues el fiscal regional de O’Higgins declara que su objetivo es “la cultura del encubrimiento dentro de la Iglesia Católica chilena que ha posibilitado la comisión de delitos al interior de la organización”. El persecutor incluso se aventura en la interpretación eclesiológica al sostener que, en su opinión, “la Iglesia son los fieles”, no la jerarquía.

Es imposible conocer y, menos aún, juzgar la motivación última de Arias. Resulta claro, sin embargo, que su rol institucional no es el de un historiador, un reformista o un teólogo. Su papel está definido por la Constitución y la ley, que fijan como tarea del Ministerio Público “investigar los hechos constitutivos de delito, los que determinen la participación punible y los que acrediten la inocencia del imputado y, en su caso, ejercer la acción penal pública en la forma prevista por la ley. De igual manera, le corresponderá la adopción de medidas para proteger a las víctimas y los testigos”. Ni más ni menos. En derecho público los funcionarios quedan restringidos a hacer lo que les habilita la ley. Y en ninguna parte ésta encarga al Ministerio Público y a los fiscales la función de analista o reformador social.

Arias –un fiscal que ya ha enfrentado tres sumarios internos en dos años al ser acusado de exceder sus atribuciones, de ser “imprudente” y de una “posible instrumentalización de la acción penal”— confunde a la opinión pública cuando da a entender que su tarea va más allá de lo que ordena la ley. Peor aún, al hacerlo litiga a través de los medios de comunicación, crea expectativas que no puede estar cierto de satisfacer en el futuro (como les ocurrió a sus ex colegas Carlos Gajardo y Pablo Norambuena) y le provoca un daño a la institución a la que pertenece.

Lo penoso es que Arias no es el único que utiliza su investidura para hacer lo que no le corresponde. La Contraloría General de la República (CGR) también ha caído en un vicio similar, por ejemplo, en su dictamen sobre la objeción de conciencia en el aborto. En lugar de limitarse a exigir que la materia regulada fuera tratada en un reglamento y no en un protocolo (lo cual se encuentra dentro de sus facultades relativas a lo administrativo), quiso ir más allá. Interpretó los alcances del derecho a la salud y buscó definir el ámbito público, saliendo así de su órbita al entrar a la deliberación política. No es primera vez que algo así ocurre. Sin ir más lejos, la semana pasada la Corte de Apelaciones de Santiago emitió un fallo relativo a un dictamen de Contraloría sobre máquinas de juego, en el que la acusa de sobrepasar sus atribuciones y advierte que “no es la CGR un poder del Estado y ciertamente no tiene facultades legislativas ni tampoco potestad reglamentaria para reglamentar una determinada materia”.

Este tipo de desbordes institucionales se ha multiplicado en el último tiempo. Hoy es letra muerta la vieja doctrina que sostenía que “los fallos se acatan y no se comentan”. Resulta frecuente ver a ministros –e incluso al Presidente de la República— evaluando y criticando decisiones judiciales. El Congreso, por su parte, ha abusado de la facultad que tiene para interpelar a ministros o para crear comisiones investigadoras. En estos y otros casos la pirotecnia suele reemplazar a la sustancia, con el resultado de que se devalúan las herramientas de fiscalización institucional.

Diversas autoridades parecen actuar guiadas por un personalismo que hace un flaco favor a las instituciones en las que se desempeñan. Cuando se ven debilitadas desde adentro por funcionarios dispuestos a sobrepasar sus facultades, las instituciones dejan de cumplir el rol que están llamadas a desempeñar y se convierten en instrumentos de intereses individuales que no sirven al bien común.

La gran perdedora es la democracia, porque la solidez de un sistema político se mide por la fortaleza de sus instituciones. Esto significa que, si no nos mantenemos vigilantes y dejamos que las cosas sigan el curso por el que van, dentro de un tiempo podemos encontrarnos con una sorpresa desagradable. El orden institucional descansa en una jerarquía donde los roles se encuentran diferenciados y cada uno hace lo que le corresponde. Cuando los actores comienzan a perder el respeto por ese orden y a dejar de lado la diferenciación de roles, se genera una anarquía, que, por definición, es un sistema donde todos hacen lo mismo. Si eso ocurre, es fácil deslizarse por lo que los norteamericanos llaman la “pendiente resbaladiza”, en la cual el deterioro se acelera a medida que avanza: lo que inicialmente fue una imprudencia puntual, puede terminar descarrilando el sistema entero si el ciclo adquiere una dinámica perversa. Por eso, resulta urgente detener la tendencia ahora mismo, recuperar la responsabilidad y evitar los gustos personales a costa de las instituciones.

Desde la economía, la geografía, la teoría política y la historia, sofisticados especialistas como Daron Acemoglu, James Robinson, Jared Diamond, Francis Fukuyama y Niall Ferguson han subrayado en los últimos años la importancia de contar con instituciones que fijen adecuadamente los incentivos y promuevan el Estado de Derecho con el fin de traer prosperidad y paz social. Es muy difícil que esos propósitos sean alcanzados si funcionarios ambiciosos manipulan los organismos en que laboran, exceden sus facultades y aspiran a ser más grandes que las instituciones a las que deben servir.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, www.ellibero.cl