El padre en la familia

Klaus Droste | Sección: Educación, Familia, Sociedad

La marca más profunda en el alma de cualquier ser humano es la que dejan sus padres. No siempre se percibe, pero está presente. Nuestra vida tiene un fundamento sobre el cual se sostiene naturalmente, que se vincula a nuestra propia vivencia de la paternidad y la maternidad. Aunque no todos seamos padres, todos somos hijos, de tal manera que existe un lazo indisoluble que nos une espiritualmente con aquéllos a quienes les debemos la vida.

El padre ocupa un lugar único en la vida de un hijo. Sus palabras, su vida y la relación establecida con él se guardan en lo más hondo de su memoria existencial, y aflora en momentos cruciales de su vida, como pueden serlo la muerte o la propia paternidad.

No son pocos quienes hablan de la actualidad como una época cuyas notas distintivas son el quiebre del principio de autoridad y la transmutación -o “superación”- de todos los valores, y coincide con ser una época marcada por la ausencia del padre. Con toda seguridad, tanto la transmutación de valores como la disolución de la autoridad son efecto de esta ausencia.

¿Cuándo un padre está ausente? De modo concreto, cuando no está físicamente presente o cuando no tiene tiempo para estarlo. Pero también, en forma solapada, cuando no tiene nada para decir o cuando su corazón se encuentra ensimismado. ¿Y cuándo está presente? Cuando hace de los suyos el centro de su vida, gracias a que ha engendrado en su interior una palabra profunda y verdadera, acerca del sentido de la vida y el amor.

Esa presencia se traduce en su capacidad de custodiar íntegramente a los suyos. Cuidar de sus bienes y sus logros, pero sobre todo y de manera especial, la mente y el corazón de sus hijos para que puedan llevar una vida cada vez más plena: una vida de realización personal mediante la progresiva y sincera donación de sí a los demás.

Custodiar a la familia es simple: entre otras cosas, sirviendo, enseñando y velando. El padre comunica con su vida que reinar es servir, que la alegría se encuentra si se inclina para que otros se eleven, si somos capaces de hacer grata la vida a quienes viven con nosotros. El padre enseña porque sabe cómo orientar la vida, hacia dónde se debe avanzar, por qué vale la pena vivir, qué batallas se deben dar, para qué es necesario crecer. El padre vela cuando intenta conocer el corazón de sus hijos, dónde se encuentra, qué lo ocupa y preocupa, todo con el fin de ayudarlos a avanzar en la dirección correcta.

Requisito de una paternidad que custodia a los suyos es un amor tierno, exigente, celoso y fiel. La ternura tiene que ver con el arte de captar a la persona, los movimientos secretos de su corazón, pensando en su verdadero bien, permaneciendo disponible, no dejándose arrastrar por la ira o la impaciencia. La exigencia se plasma en la capacidad de mantener una lucha constante contra las propias debilidades, miserias y defectos, más que estar pendiente de los ajenos. El celo se refiere a la capacidad de cuidar de otros, de anticiparse a sus necesidades, a sus deseos y a los peligros que les amenazan. Y la fidelidad es la fuerza que le permite cumplir sus promesas. La más importante, y auténtico fundamento sobre el cual crece la familia de este padre, es la que hizo a su esposa, quien es el primer destinatario de la ternura, la exigencia, el celo y la fidelidad de un corazón que se ha consagrado al bien de ella y de sus hijos, un hombre que se esfuerza por no perder de vista el corazón de la mujer a la cual ha entregado su vida. Así, toda cultura decae por su ausencia y toda cultura se robustece por su presencia.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Revista Hacer Familia, www.hacerfamilia.cl