Dejemos las cosas claras sobre el aborto

Carlos López Díaz | Sección: Religión, Sociedad, Vida

El debate sobre el aborto sigue candente en Argentina: mañana miércoles el trámite legislativo pasa por el Senado, donde la ley que propugna que el aborto inducido sea un derecho sin limitaciones hasta la semana 14 (y en determinados supuestos hasta el final del embarazo) podría acabar siendo aprobada.

Los defensores del aborto argumentan básicamente de dos maneras. Por un lado, lo plantean como una emergencia de salud pública, es decir, como la única manera de acabar con los abortos clandestinos, que provocan decenas de muertes de mujeres al año. Por el otro lado, el aborto es uno de los frentes principales del feminismo, si no el principal, en su lucha por conseguir la igualdad plena entre hombres y mujeres.

Los contrarios al aborto argumentan, basándose en ciencias como la embriología y la biogenética, que desde el momento mismo de la concepción, el cigoto es un individuo humano con su propio código genético, dotado por tanto del mismo derecho a la vida que se le reconoce a todo ser humano desde el nacimiento. De ahí que la muerte inducida de un feto o un embrión sea equiparable a un asesinato u homicidio.

Los provida además exponen a la luz los numerosos errores y falsedades de los argumentos abortistas. Por ejemplo, las exageraciones sobre el número de abortos clandestinos y el carácter supuestamente inocuo y carente de riesgos del aborto legalizado. Un buen resumen de estas críticas lo pueden encontrar en el video “15 mentiras sobre el aborto” de Agustín Laje.

En cambio, la crítica de los abortistas a los provida se reduce básicamente a tacharlos de integristas religiosos, a pesar de que, como acabamos de ver, su punto de partida sea estrictamente científico, y de que muchos de los contrarios al aborto se declaran explícitamente ateos o agnósticos.

Sin embargo, en mi opinión, los abortistas tienen parte de razón: los argumentos fundamentales contra el aborto son de naturaleza religiosa o, si se quiere, metafísica, aunque a menudo de un modo implícito o inconsciente. Lo que sucede es que eso no debería ser considerado una crítica, o al menos los cristianos no deberíamos caer en el error de tomárnosla como tal, y mucho menos acabar negando a Cristo tres veces antes de que cante el gallo, para ser admitidos en el debate público.

La ciencia nos enseña que un ser humano surge en el momento de la fecundación, pero no nos dice que a un ser humano, sea cual sea su edad, no se le puede matar, ni torturar, ni perseguir por sus creencias o cualquier otra condición. La ciencia no puede fundar ninguna ética; por el contrario, es ella misma la que debe quedar sometida a la ética.

Por supuesto, existen diferentes concepciones de la ética, tanto inmanentistas como trascendentalistas. Pero es evidente que cualquiera que tome partido en el debate sobre el aborto lo hará desde alguna de esas concepciones. ¿Por qué una en concreto, la cristiana, debería ocultarse o ponerse entre paréntesis? La razón que esgrimen algunos cristianos es que los abortistas los acusan de querer imponer sus creencias a los demás. Pero ¿no es eso también lo que hacen los abortistas? El argumento de que ellos no obligan a nadie a abortar o realizar abortos es completamente cínico. Para empezar, porque algunas legislaciones abortistas, en determinados países, imponen restricciones a la libertad de conciencia de los médicos. Pero sobre todo porque, ¿qué diríamos de alguien que defendiera la esclavitud con el argumento de que no nos obliga a poseer esclavos si ello va contra nuestras creencias?

Despenalizar el aborto no es una opción moralmente neutral, no significa decirle a la gente que cada cual haga lo que quiera según sus creencias íntimas. Significa, en la práctica, transmitir el mensaje de que el aborto no es un mal, que incluso es un derecho de la mujer. Y sobre todo significa facilitar que haya muchos más abortos, es decir, que se pierdan centenares de miles de vidas humanas que posiblemente se podrían salvar si muchas mujeres no contemplaran acabar con la vida de sus hijos como una opción reconocida legalmente e incluso costeada por el Estado.

Innegablemente, prohibir el aborto resta libertad a las mujeres, aunque no sólo a ellas: también a los hombres de su entorno que colaboran de un modo u otro en esa práctica salvaje, a veces incluso presionando a las madres para que acaben con la vida de sus hijos. Pero también prohibir el asesinato y el robo resta libertades, y todos estamos de acuerdo en que son necesarias esas restricciones para defender la vida humana y la propiedad.

Bien es cierto que el feminismo contemporáneo ve en la maternidad un obstáculo en la completa emancipación de la mujer. Sostiene que ser madre es una opción entre otras muchas de igual valor, y que por ello la mujer debe ser libre de poder “desprenderse” de un hijo antes de que nazca. Este egoísmo demente va en realidad contra el sentir más profundo de la mayoría de mujeres, que conciben la maternidad no como una carga, sino como un privilegio. Nada hay más radicalmente antifemenino que el feminismo contemporáneo.

De esta última consideración se desprende algo crucial: es imposible librar en condiciones la batalla contra el aborto olvidando que esta obsesión necrófila sólo es comprensible dentro de la cosmovisión progresista, que sustituye el culto a Dios por el culto al hombre, según el cual éste sólo es totalmente libre si se rebela por completo contra cualquier dependencia religiosa, cultural e incluso natural, en la medida que lo permita la técnica.

La libertad así entendida empieza negando los “prejuicios” religiosos y culturales, para acabar negando las propias diferencias naturales entre los sexos, que es exactamente lo que hace la ideología de género. La libertad humana se convierte así en una demoníaca voluntad de poder ilimitado, que rechaza y trata de destruir todo lo que no nazca de ella.

El progresismo, tal como se entiende en la actualidad en las instancias supranacionales, la mayoría de gobiernos, los medios de comunicación y las grandes corporaciones es simple y llanamente una guerra contra el cristianismo, y nada lo pone más en evidencia que el abortismo. Por eso, sí, es verdad, el fondo del problema es religioso, o antirreligioso, según se mire. Y no reconocerlo es regalarle al enemigo una ventaja decisiva.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog Cero en Progresismo, https://ceroenprogresismo.wordpress.com