Cinco cosas en que era mejor el medio académico medieval

Fray Nelson Medina, O.P. | Sección: Educación, Historia, Sociedad

Capacidad de Debate Abierto

Las universidades medievales permitían las disputas abiertas y públicas, con reglas de juego bastante equilibradas, y con un lenguaje claro, en el sentido de: poca diplomacia y un esfuerzo consciente de llamar cada cosa por su nombre. Ejemplo típico es la postura del sacerdote diocesano que escribe una obra argumentando por qué es contrario a la Iglesia el surgimiento y el lugar nuevo que han adquirido las Órdenes Mendicantes. Santo Tomás le da una respuesta amplia, clara, dura y sin embargo respetuosa. Es una de sus varias obras que empiezan con la palabra “contra”: todo el mundo sabía a qué se oponía y todos querían saber qué daba como argumento de por qué se oponía.

Por contraste, la mayoría de los centros actuales, especialmente en humanidades, sufren de algo parecido al culto a la personalidad y la mentalidad gregaria. Lo primero significa que los encuentros académicos suelen tener largas presentaciones llenas de títulos y listas de grandes logros de sus conferencistas o ponentes, de modo que las disputas abiertas y los desacuerdos francos son bastante raros.

La situación es todavía peor allí donde todo desacuerdo se toma como una “ofensa”. Ahora resulta que contradecir a un abortista es ofender a las mujeres. Cuestionar el orgullo gay es automáticamente ser homofóbico. Al final resulta que el único lenguaje aceptable debe dulcificarse, castrarse y autocensurarse hasta el punto de la irrelevancia y la complicidad. Además, poco a poco se nos inculca la idea de que las grandes personalidades, sea por sus escritos, por su presencia en los medios o por sus obras sociales, son particularmente “intocables” y por ello puedo decir, por experiencia directa, que rara vez o nunca ve uno que un estudiante se atreva a hacer un cuestionamiento de fondo a una de tales personalidades. Súmese a esto que la mayor parte de los estudiantes actuales tienen serias dificultades para seguir un razonamiento, prefiriendo más bien los carriles cómodos del prejuicio, en uno u otro sentido, o el seguir pasivamente la opinión de la mayoría.

Mentalidad “gregaria” quiere decir que los profesores de una misma facultad, o de una misma corriente, institución o escuela de pensamiento, procuran defenderse unos a otros. En otros tiempos yo mismo vi que si algún profesor iba a ser cuestionado por “Roma” de inmediato se aplicaba la lógica de los mosqueteros: “uno para todos y todos para uno”. Por supuesto una consecuencia de ello es que la capacidad de autocrítica desciende a niveles ridículos, mientras, a la par, se favorece un estilo de trabajo tipo “lobby”.

Lectura eclesial de la Sagrada Escritura

Los medievales iniciaban sus estudios teológicos leyendo durante dos años la Biblia entera. Los “lectores” que dirigían ese sencillo modo de aproximación a la Escritura le daban pleno espacio al texto mismo, añadiendo sólo breves comentarios bastante estandarizados en lo que se ha llamado la “Glosa”. De esa manera, los estudiantes se acostumbraban a que el encuentro con la Palabra de Dios no era un hecho aislado, individualista, sino que, por decirlo de algún modo, la Biblia era el libro de la familia de los creyentes, y que por tanto interpretar la Biblia no era un ejercicio de originalidad sino un servicio a la misma comunidad de fieles, en continuidad con los esfuerzos y las luces de otros.

Por contraste, sabemos lo que sucedió cuando el subjetivismo entró de lleno en el mundo cristiano con Martín Lutero. Vino entonces al orbe cristiano el único fruto que podía dar aquel famoso lema: “Mi Biblia y mi conciencia”: dispersión y división. En un intento de recuperar un piso común, la exégesis liberal protestante intentó dar criterios “científicos”, basados sobre todo en las ciencias auxiliares de los estudios escriturísticos, a saber, la arqueología, las religiones comparadas, la historia y la lingüística. Pero esos estudios son de suyo extrínsecos a la comunidad viva de los creyentes, y esto trajo dos consecuencias muy graves:

(1) La Biblia quedó “secuestrada” en manos de los especialistas y de sus diversas teorías. Tanto el pueblo fiel como los mismos obispos se sienten a menudo achicados ante la voz intimidante de los “expertos”, que cada cierto tiempo se consideran en el deber y con el derecho de revolucionar por completo la ciencia bíblica. Igual te dicen hoy que no hay milagros o te cuentan mañana que da lo mismo la Biblia que el Corán. A menudo los temas sobre el origen de los textos crean una falsa impresión de una autoridad parcial o temporal de la Biblia, que por esa misma razón deja de ser alma de la predicación y la catequesis.

(2) La otra consecuencia del subjetivismo bíblico es la tendencia a considerar como un estado “normal” de cosas que haya visiones opuestas y escuelas contrarias en el seno de la Iglesia. A veces eso se considera como señal de “un sano pluralismo”, sin que nunca se aclare qué pluralismo NO sería “sano”. Y por supuesto, una vez que se acepta como normal etiquetar a la gente de “conservadora” o “liberal”, ya en realidad no interesa lo que cada uno diga porque todo será interpretado como parte de una pugna por la supremacía y el poder. Es, por ejemplo, el tipo de lectura de la realidad eclesial que hace todo el tiempo Religión Digital, en España. Con esa forma de pensar las disputas se resuelven por vía de presión, de mayoría, de consenso o de popularidad –nada de lo cual tiene que ver con la genuina fe.

Coherencia en el impulso evangelizador

Para los autores medievales, en su conjunto, las metas propias de la doctrina y de la teología eran la santidad y la misión. Mejorar el mundo presente era visto como un efecto colateral de la caridad, o como una expresión del don de la inteligencia dado por el Creador, pero en ningún caso como si fuera la meta de la evangelización cristiana como tal. Para ellos, todo el esfuerzo teológico se resolvía entonces en darle hijos a la Iglesia, por la misión, y darle santos a Dios, por la predicación y la práctica de las virtudes. San Buenaventura escribe sobre cómo todas las “artes” (denominación que comprende multitud de actividades que llamaríamos hoy seculares) llevan a la teología. Y Tomás de Aquino escribe su Suma contra Gentiles para que quienes se encuentran en medio de musulmanes sepan encontrar en la racionalidad humana un terreno común que permita presentar y defender la fe. El propósito es claro: proteger a los cristianos y a la vez conquistar nuevos corazones para Cristo.

La santidad es lenguaje común en toda la Edad Media, incluso hasta la exageración, si somos francos. Las vidas de los santos se predican incesantemente; dan nombre a las calles y plazas; sus anécdotas, milagros y sermones forman parte del tesoro de lenguaje de naciones enteras. Que la Iglesia es misionera y que quiere que todos se conviertan es obvio para todos, y que todos los convertidos están llamados a buscar con ardor los bienes del cielo, y a evitar las desgracias de una eternidad sin Dios, es todavía más obvio.

Por contraste, el mundo académico actual, también en las facultas de teología y las universidades llamadas “católicas” o “pontificias,” considera casi un irrespeto que se quiera cambiar el pensamiento o la cultura de alguien. Da la impresión de que la única conversión que es respetable es la que sucede como por accidente, sin quererla verdaderamente ni buscarla, porque se piensa que es la única forma de respetar el nuevo absoluto de la subjetividad humana. La idea pareciera ser que al que piensa distinto hay que tratarlo como un incapaz de razonar o de escuchar, que además se va a ofender por cualquier cosa que se le diga; con lo cual, a mi modo de ver, se termina despreciando a la misma persona que se supone que se está tratando con dignidad.

Y en cuanto a la santidad, si miramos el mundo académico actual, hay una corriente muy fuerte que valora solamente lo social, visible, tangible, material y corporal; y otra corriente que sólo valora la intelectualidad, medida en el número de artículos indexados, el número de traducciones de los libros a otras lenguas, sin que importe mayormente si son para edificación de la fe, o si tales obras amontonan herejías o quizás son simplemente el fruto de una gran obra de mercadeo.

Audacia en el alcance de la pregunta

El prejuicio anti-medieval nos ha repetido insistentemente que aquella era una época oscura –oscurísima– y que es imposible entrar en semejantes fangos sin contaminarse. La caricatura es que la inquisición estaba siempre a la puerta espiando, y que quien no diera el culto a las autoridades constituidas era torturado sin piedad.

La realidad es muy otra. Por dar ejemplo de quien conozco un poco mejor: Yo veo a un Tomás de Aquino preguntar cosas como “¿Por qué se encarnó la Segunda y no la Tercera Persona de la Trinidad?” (Suma Teológica, III, q.3, a. 8). Hoy una cuestión de ese talante no se formula o se deja en las nieblas de un agnosticismo que solo puede significar: falta del don íntegro de la fe, o falta de tomar en serio la razón humana.

La audacia de los medievales no es hybris académica o intelectual: es la fuerza que proviene de una fe asumida con todas sus implicaciones, y a la vez, una certeza plena en el origen de nuestra racionalidad en Dios Creador. De esa forma de preguntar –de esa audacia– provienen resultados preciosos y arduos de conseguir, hasta el límite de lo paradójico, como por ejemplo: poder decir que Dios conoce nuestras acciones futuras pero no las determina; poder distinguir entre gracia operante y cooperante para asentar las bases de una teoría del mérito que no riñe sino que lleva a su plenitud la teoría sobre la gracia; poder afirmar en qué sentido exacto Dios es causa de las cosas malas que conocemos o experimentamos. Con los medievales no estamos en el rango de la timidez o el complejo; ni menos en tierras del agnosticismo o el nominalismo.

Por contraste, la timidez filosófica y teológica de nuestro preguntar académico actual prepara el terreno para el imperio del consenso fácil y de la acción gregaria confinada a lo inmanente. Desprovistos, como norma general, de serias herramientas filosóficas de pensamiento, nuestros contemporáneos se convierten fácilmente en seguidores acríticos que justifican las tendencias sociales de la hora presente. La lógica que parece prevalecer es: Si todos hablan de opresión de la mujer, hagamos teología feminista. Si hay interés por las periferias, hagamos teología de la liberación. Y así sucesivamente. Pero las preguntas más profundas, las que atañen a la realidad y verdad de lo que la Iglesia es y ofrece: eso no aparece. Nada de extraño que luego el ser de la Iglesia quede comparado al de cualquier ONG.

Sentido de comunidad entre docentes y estudiantes

Varios han destacado el origen de la expresión “universidad”: alude a un sentido profundo de comunidad que abarca en un mismo cuerpo a los docentes y a los estudiantes. Es uno de los logros humanos y cristianos más notables y durables de una época continuamente calumniada como “oscura”. Y es también algo por lo que se está luchando hoy en muchos lugares aunque con obstáculos bastante serios. Salvo algunas actividades y algunos lugares específicos, mi impresión es que la universidad actual tiende a verse mucho más como un “servicio” –en el sentido en que una empresa ofrece bienes o “servicios”. Por esa puerta se ha ido abriendo paso un modelo universitario básicamente empresarial sujeto a oferta y demanda, y sobre todo: sometido a las pretensiones de los poderes centrales estatales.

Conviene especificar un poco más claramente cómo sucede esto. Aunque las circunstancias cambian de lugar a lugar, me atrevo a señalar denominadores bastante comunes:

(1) La acreditación. El hecho concreto en países como Colombia es que, sin una certificación, que en últimas proviene del Estado, la educación superior queda reducida a un pasatiempo sin consecuencias ni uso para la vida laboral (y por tanto económica) de las personas. El proceso para adquirir esa certificación supone–razonablemente–alcanzar unos estándares técnicos, pedagógicos, de planta física y de transparencia financiera, entre otros. Todo lo cual suena sensato y bueno, en orden a impedir la especulación en la oferta de títulos profesionales, y por consiguiente las posibles estafas masivas a futuros estudiantes. El tema está en que al mismo proceso de acreditación se le van introduciendo criterios de contenido, que en la práctica implican sometimiento a presiones nacionales e internacionales. Por ejemplo: que deben incluirse “transversalmente” un “enfoque de género”. ¿Y qué sucede si una institución no rehúye el tema pero tampoco cree que debe tomarlo como criterio que norma otros contenidos sino como un contenido más que debe ser expuesto y cuestionado? Es ahí donde resulta curioso que las mismas universidades que exaltan su condición de autonomía ante la Iglesia después son con frecuencia dóciles a las presiones seculares y estatales. Importante también subrayar que tales decisiones de contenido, o de ambiente institucional (que permite cárcel si un docente usa el pronombre inadecuado), se imponen de inmediato tanto a docentes como a estudiantes, con lo cual la realidad de comunidad queda convertida en una especie de ficción que a lo sumo ayuda marginalmente a la convivencia.

(2) Otro aspecto muy complejo que milita en contra de un verdadero sentido de comunidad académica es la cuestión de la aspiración salarial de los docentes, que con facilidad cambian de institución por una mejor retribución económica. La correspondiente falta de pertenencia hace que docentes y estudiantes se vean como parte de un sistema de contratos en el que prima el lenguaje de exigencias, derechos, estatutos e incluso demandas. Los medievales, en cambio, veían la pertenencia como el cimiento primero de toda su labor. Un profesor era ante todo un “profeso”: alguien que había hecho una opción profunda por la docencia según se entendía en una institución específica. Algo de ese aire queda lejanamente en algunas grandes instituciones –todas por supuesto de origen medieval– como la Oxford University.

(3) Un último aspecto que conviene mencionar: el núcleo académico básico en la Edad Medina era el “Studium Generale”, que, como lo sugiere su nombre, cultivaba una perspectiva sapiencial, integradora, o como a veces se dice hoy, una cosmovisión. Esa unidad de mirada era a la vez una conquista y un vínculo fundacional para docentes y estudiantes, que veían en ella un tesoro compartido y un modo de ofrecer algo específico a la Iglesia y la sociedad. Por contraste, a medida que los centros de educación superior se concentran solo en lo técnico y lo instrumental, tal visión desaparece, y de nuevo nos encontramos con grupos de personas que comparten físicamente unos espacios y recursos físicos, y poco más.

* * *

Reconozco por supuesto que el sistema medieval, como todo empeño humano, tenía sus limitaciones. Este artículo ha querido iluminar sin embargo lo que pocas veces o ninguna se dice al respecto de un periodo tan apasionante y fecundo de la historia de Occidente.

Si alguien me preguntara por dónde empezar hoy, mi respuesta sería: abriendo debates serios. Menos mimar las falsas seguridades de estudiantes y docentes y más aprender a decir y escuchar lo que desagrada pero con reglas claras de semántica, respeto y consecuencias en programas reales de estudio.

Y si el dato sirve: soy graduado en Filosofía y Ciencias Religiosas, Máster en Teología Sistemática y PhD en Teología Fundamental, todo ello en tres instituciones diferentes de educación superior. He sido docente en un total también de tres instituciones que otorgan doctorados, y sigo actualmente en la docencia superior.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por InfoCatólica, www.infocatolica.com