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Abusos sexuales en la Iglesia: verdad (y mentira) a medias (2)

En un artículo anterior mostré que no es verdad que los abusos sexuales a menores sean una realidad que se dé sólo o principalmente en la Iglesia Católica, como se desprende de la manera en que los medios de comunicación están informando al respecto, y que la cobertura que éstos dedican los abusos dentro de la Iglesia no guarda proporción con la que dedican a los abusos ocurridos en otras partes. También afirmé que esto no es casualidad.

Un ejemplo de lo anterior es la publicación, por la Corte Suprema de Pennsylvania (Estados Unidos), de una investigación sobre abusos sexuales a menores perpetrados por clérigos de seis diócesis entre 1947 y 2017, la cual identificó a alrededor de mil víctimas y 301 sacerdotes culpables, con el agravante de que muchos casos fueron encubiertos por parte de las autoridades eclesiásticas. El informe además contiene fuertes reproches a la manera en que los líderes diocesanos manejaron los casos: investigaciones internas realizadas por personas provenientes del mismo clero y no preparadas, uso de eufemismos en la descripción de los abusos, no haber denunciado a la policía, traslado de parroquia a los acusados en vez de removerlos del servicio sacerdotal… en fin, un conjunto de actos y actitudes que reflejan más preocupación por el potencial daño para la reputación de la Iglesia en vez de reparación a las víctimas y prevención de nuevos abusos. Pero no termina aquí: sólo se investigaron seis diócesis y, dado que la fiscalía de Pennsylvannia continúa investigando, en el futuro aparecerán nuevas revelaciones.

Por supuesto, los medios de comunicación en todo el mundo occidental han dado amplia cobertura a la noticia. El golpe para la Iglesia Católica ha sido tremendo. Los obispos estadounidenses y el papa han expresado su dolor y horror. Los fieles estamos estupefactos tratando de entender por qué y cómo ha sido posible. Una primera reflexión es que, aunque el informe sea doloroso, debe ser tomado con seriedad pues ayuda a conocer una realidad que debe ser evitada en el futuro. Pero también cabe hilar más fino y plantear ciertos reparos.

El primero: los medios se han apresurado a reproducir las conclusiones del informe sin precisar que respecto de algunos casos no se tiene certeza de su ocurrencia, pues el victimario, la víctima o ambos han fallecido –algunos datan de hace casi 80 años− y en consecuencia no han sido objeto de investigación judicial propiamente tal. Por eso el mismo informe, en su primera página, afirma que los documentos consultados contienen “acusaciones creíbles”, esto es, pueden ser veraces pero no se han comprobado. Tampoco ha sido destacado que los documentos han sido facilitados por las propias diócesis, lo cual da cuenta de un cambio en la manera en que la Iglesia está enfrentando el tema. El solo hecho que los documentos aún existan –pudiendo haber sido destruidos− y fueran consultados por la justicia civil es señal de que la torpeza o negligencia con que las autoridades eclesiásticas actuaron en el pasado se debió probablemente más a estupidez que a mala intención.

Se podrá contra argumentar –y con razón− que la investigación recoge sólo algunos casos, aquellos de los cuales ha quedado rastro, y que debe haber muchos más que nunca fueron denunciados, como el mismo informe aclara (dice que el número real debe ser de “varios miles”). Pero la actitud de los medios y de las propias instituciones americanas da para continuar planteando reparos. Como mostré en mi artículo anterior, la cobertura por parte de los medios a los abusos en otros ámbitos de ese país ha sido muy menor. Por ejemplo, una investigación de Associated Express documentó casi 600 casos de abuso sexual a menores (cometidas por otros menores) en distintas bases militares americanas desde 2007 a 2017 sin que el Pentágono haya tomado, hasta el presente, medidas para atajar el problema, más aún, “ex fiscales y fiscales actualmente en funciones e investigadores militares describieron a AP de qué manera las políticas dentro del Pentágono y el Departamento de Justicia congelaron los esfuerzos para ayudar a las víctimas y rehabilitar a los agresores”. Si las autoridades de la Iglesia Católica han actuado con negligencia y hasta complicidad, lo mismo puede decirse de las autoridades políticas y militares de Estados Unidos. Puede decirse, pero, ¿se ha dicho? ¿Han tratado los medios ambos temas con la misma dureza?

Continúo con la situación en Afganistán. Entre 2010 y 2016 “miembros del ejército de EE.UU. realizaron 5.753 denuncias en las que acusaron a los militares de Afganistán de ‘abusos graves contra los derechos humanos’, incluidas muchas instancias de abuso sexual infantil” . De acuerdo con una ley estadounidense, se debía cortar la ayuda militar a la unidad infractora, lo cual nunca ocurrió. Así lo informa una investigación encargada por el gobierno del Presidente Obama y cuyo resultado fue considerado tan explosivo que en un principio el gobierno determinó mantenerlo reservado hasta 2042. Un artículo de The New York Times de 2015 afirma que “los soldados estadounidenses que se quejaban de esto sufrieron represalias de parte de sus superiores, quienes los animaron a ignorar la práctica”. Es decir, el gobierno del Presidente Obama y las autoridades militares actuaron de modo similar al que hoy se le reprocha a las autoridades eclesiásticas, pero nuevamente constatamos una tremenda desproporción en la cobertura por parte de los medios.

Lo mismo puede decirse de la explotación sexual de niños por parte de funcionarios de diversas ONGs en África. Una investigación realizada y publicada por la propia ONU en 2002 reveló que buena parte de la ayuda humanitaria que llega a países africanos fue intercambiada por favores sexuales entre 2001 y 2002. La investigación recogió 1.500 testimonios que involucraban a funcionarios de 40 ONGs integradas a la ONU y ésta reaccionó despidiendo a sólo 10 personas, ninguna de las cuales fue procesada; luego ocultó el informe. ¿Cuántos otros menores africanos han seguido siendo abusados hasta ahora? La propia ONU ha reconocido recientemente que tiene que luchar contra los abusos por parte de su personal y ha adoptado medidas para ello. Por ejemplo, el sitio web ONU Noticias informa que entre el 1 de octubre y el 30 de diciembre de 2017 (tan solo tres meses) recibió 40 denuncias “sobre abuso y explotación en todo el sistema ONU, informó el portavoz de la ONU, quien explicó que, con casi doscientos mil trabajadores, estas actitudes no reflejan la conducta de la mayoría de las personas que sirven a la Organización y que acabar con ellas es una prioridad del Secretario General”. Es loable que la organización reconozca el problema y adopte medidas al respecto, pero ¿no hubo encubrimiento primero? Hace pocos días falleció su ex secretario General Kofi Annan, quien la dirigió entre 1997 y 2006, es decir, el período en que ONU encargó y ocultó la investigación citada arriba, pero hasta donde sé ningún medio ni autoridad hizo referencia a su responsabilidad en este asunto.

Podría seguir con ejemplos del mismo tipo pero el artículo se haría interminable (¿no llama la atención que durante el mundial de futbol reciente no se haya informado acerca de los abusos en las ligas inglesa y argentina?). El punto es que este “doble estándar” –a esta altura me imagino que el lector me permitirá usar esta expresión− no puede ser casualidad. Y como últimamente me he puesto mal pensado, déjeme el lector apurar una “teoría de la conspiración” a propósito del informe de la Corte Suprema de Pennsylvania. A principios de julio se hizo público que el Presidente Trump ha elegido a un católico para llenar la vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. La importancia de este dato deriva de que en el Tribunal actualmente hay un empate entre progresistas y conservadores, por lo que si el Senado confirma al candidato propuesto, los criterios para interpretar y aplicar las leyes americanas tendrían un tinte muy desfavorable para los progresistas (demócratas incluidos), especialmente en lo relativo al aborto y la ideología de género. Agréguese a esto que el fiscal general de Pensylvania, Josh Shapiro, quien hizo público el informe que da cuenta de los abusos por parte del clero católico, es demócrata, y me imagino que no debe ver con buenos ojos esta posibilidad. Luego, no sería raro que la oportunidad en que el informe se ha dado a conocer esté relacionada con dicha nominación, más aún, tiendo a creer que la investigación fue realizada con la intención expresa de usarla para atacar, en el momento adecuado, a la Iglesia.

Mi sospecha se hace mayor al considerar que el informe se dio a conocer poco después del rechazo de la ley de aborto en el senado argentino, lo que tuvo como uno de sus protagonistas principales por el lado opositor a… la Iglesia Católica. Permítaseme ser más específico. Me imagino que el fortalecimiento del movimiento pro vida en Latinoamérica derivado de este suceso debe tener preocupados a los directivos de Planned Parenthood, quienes ya contaban con las ingentes cantidades de material fetal proveniente de infantes argentinos para transar en el mercado, por lo que no me extrañaría que la publicación del Informe en este momento específico obedezca también al afán de asestar un golpe a la influencia de la Iglesia en Latinoamérica (y lamentablemente la conducta de muchos clérigos da pie a ello).

No nos engañemos. Si bien la Iglesia tiene que asumir su responsabilidad en los abusos sexuales a menores y su encubrimiento, estos constituyen una realidad que se da –y en mayor magnitud− en otros ámbitos, pero sus enemigos, a través de los medios de comunicación, están usando el tema con el fin de menguar su autoridad moral debido a que se opone a la agenda abortista y de género impulsada por organismos internacionales. No estoy diciendo que por esto debamos ignorar lo que ha ocurrido en la Iglesia (la integridad de nuestros hijos está en juego), pero sí debemos ser conscientes de que no es ella, ni el sacerdocio, ni el celibato, ni su enseñanza moral la causa de los abusos sexuales a menores.