Niños

Pedro Gandolfo | Sección: Familia, Religión, Sociedad

A veces resulta irritante el alboroto y la algarabía de niños alrededor.

Hace unos días se sentó en la mesa vecina de un café una mamá acompañada de tres, entre unos dos y cinco años. Eran bellos, simpáticos, alegres, pero revoltosos, insumisos, pasaban de la alegría al llanto, parecían conjurados para hacer, cada uno por su cuenta, lo que la paciente mamá les ordenaba no hacer. No eran unos malcriados, eran simplemente niños. La mamá, joven, serena y amable, pese al amotinamiento, de algún modo lograba impedir que la situación se desbordara hasta ese punto peligroso en que, convengámoslo, los niños, en principio seres encantadores, se convierten en un dolor de cabeza.

¡Qué padres no reconocerían eso! Ese saber es la base de la desconfianza que tienen en dejar a los niños a cargo de personas desconocidas. Si a ellos -que los adoran- les cuesta mantener la calma en medio de esa pequeña tormenta infantil, cuánto más fácil es que otros pierdan la paciencia y los maltraten con el propósito de mantenerlos a raya.

En el tren, cuando viajo al sur, a veces se juntan muchos niños pequeños que, como si se conocieran de toda la vida, juegan a corretear por los pasillos, gritando y riéndose, escondiéndose unos de otros entre los asientos donde los pasajeros tratan de dormir, leer o conversar. Los padres, en vano, de pronto los acallan por algunos segundos, o, cuando la situación empeora, los agarran de un ala y los llevan de vuelta a su asiento.

Cuesta poco, entonces, entender que los discípulos de Cristo, una persona impredecible, a veces muy cariñoso, a veces iracundo, intentaran espantar al corro de niños que de pronto lo rodea justo en uno de esos momentos suyos de inescrutable ensimismamiento. Los niños del siglo I, en Judea, eran los mismos de hoy, y los adultos de entonces, también, eran los mismos que hoy olvidan tan fácilmente lo que es ser un niño. La reacción de Cristo, como tantas en otras oportunidades, inesperada, sorprendente, es de esas que, cualesquiera sean nuestras creencias, lo convierten en un líder espiritual absolutamente fuera de lo común: los recrimina y, más todavía, coloca a los niños como modelos de lo que hay que llegar a ser para entrar a ese ámbito que es el centro insistente de toda su predicación: el reino de Dios.

Los cristianos deben mirar a los niños con extrema detención, deben meditar acerca de la niñez e imitarlos para poder volver a ella. Todo cristiano y, particularmente, las iglesias que se definen como cristianas, tienen con ellos una deuda muy fuerte, y el extravío acerca de ese cuidado es un extravío inconmensurable.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.