La universidad, el diálogo y la amistad

Raúl Madrid | Sección: Educación, Política, Sociedad

Vivimos en un tiempo en el que la formación de grandes acuerdos sociales se hace progresivamente más difícil, en virtud de la creciente diversidad de opiniones que hoy existe sobre temas en los que antes parecía haber unidad, y de una radicalización de las posiciones extremas, que adquieren estatus cada vez más normalizados. La sociedad civil occidental, a una escala de grandes proporciones, atraviesa en nuestra época por un período de cambio, pero también de crispación, como suelen ser por lo demás los momentos de cambio, en el que la crisis da a luz una sociedad distinta, mejor o peor, pero distinta de lo que hasta entonces se había conocido.

Aunque esta crispación a la que hacemos referencia se manifiesta de múltiples formas, hay una en particular que me gustaría mencionar aquí: la variación de las condiciones que ha experimentado el debate público. Advierto dos sentidos en los que este debate ha cambiado (puede haber más). El primero se refiere a la dramática jibarización del ámbito de lo indudable, cuestión evidentemente relacionada con la duda de nuestro tiempo sobre la existencia de verdades materiales, que al mismo tiempo puedan ser propuestas como universales. El segundo se refiere a la confusión de todo discurso y todo debate al enfrentamiento de trinchera, donde el oponente se encuentra descalificado por el solo hecho de «estar en contra«, es decir, de sostener una opinión distinta. Las redes sociales tienen una gran responsabilidad en este último efecto, porque producen una infantilización del discurso, al mismo tiempo que sitúan en el mismo rango todas las clases de argumentos.

Las universidades, lamentablemente, no están siendo inmunes a los efectos mencionados. Ciertas consignas muy vigentes en el ámbito público entran en los campus (me niego a escribir campi) y comienzan su imparable tarea de clasificar a profesores y a alumnos entre las filas de los partidarios o enemigos. Determinados temas se incrustan de inmediato en el espacio de la corrección política, y algunos profesores son descalificados a priori como pertenecientes a tal o cual bando, como si fueran piezas de grandes construcciones narrativas radicalmente irreconciliables. Así, su enseñanza se convierte en adoctrinamiento y su credibilidad disminuye, pero, curiosamente, no por el valor intrínseco del conocimiento que transmite, ni por falta de calidad del académico, sino a partir del intento de desautorizarlo mediante el recurso de hacer de él un soldado de una causa, un «partidario«, en el sentido más propio del término.

La universidad es, sin embargo, una institución de una naturaleza muy distinta. Su objeto propio es reunir y poner a conversar a las personas que han decidido buscar el bien y la verdad, además de con sus corazones y con sus vidas privadas, también con su inteligencia pública, a través de la creación profesional de protocolos disciplinarios estrictos, que aseguren que los resultados de una investigación pueden ser científicamente sustentables, es decir, que son ciencia, y no mera opinión. Como la universidad despliega su trabajo mediante la inteligencia de sus académicos, el objeto final de ese trabajo siempre es la verdad, una verdad que pueda ser compartida mediante el recurso a la intersubjetividad, y no a las emociones, los sentimientos, o cualquier otro aspecto que integra la condición humana.

Pero resulta que dos personas que buscan sinceramente la verdad, y se someten a procedimientos científicos comunes para fomentar el rigor de sus aseveraciones, nunca, en ninguna circunstancia, podrían ser enemigos en sentido estricto, aunque lleguen a conclusiones totalmente opuestas en uno o varios juicios particulares. Podrán discutir sus procedimientos, replantear las hipótesis e incluso continuar manteniendo resultados diversos, pero jamás podrían llegar a ser enemigos en sentido propio, porque el «enemigo» es aquel que se muestra completamente diferente (RAE), y en cambio el punto de partida de quien busca la verdad es siempre un proyecto común. En esta perspectiva, la relación de dos académicos que se esfuerzan con honestidad en llegar a la verdad no puede ser otra que la amistad, ese tipo de amistad a la que Aristóteles llama «la amistad en lo bueno«, en la que no se tiene ni una sola razón para sacar provecho, y cuya naturaleza es vitalicia, porque existe por sí misma.

De este modo, la universidad cuenta con sólidas bases para preservar la naturaleza de su discurso propio, y evitar que el debate al interior de sus claustros se convierta en una discusión «política» -en el sentido de una pugna por el poder-, y ejerza en consecuencia un efecto restrictivo de la libertad de expresión de sus académicos por causa de una dialéctica de trincheras. Es tarea de todos los que formamos parte del mundo universitario preservar esta dimensión fundamental del discurso, para bien de las comunidades civiles y de la concordia nacional, en un mundo en el que la toma de posición parece haberse convertido en una clave para aceptar o rechazar al prójimo.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.