La linterna mágica

Carlos López Díaz | Sección: Sociedad

Los medios de comunicación de masas (en adelante, MCM) son principalmente instrumentos de propaganda. La información objetiva es en ellos sólo una pequeña parte (a veces, difícil de encontrar y aislar) que básicamente funciona como pretexto u ocasión para inculturar y reforzar entre la población la visión progresista del mundo.

Esto vale para todos los grandes medios convencionales públicos y privados, de información y entretenimiento, televisión, cine, radio y prensa de papel, con sus ediciones digitales; también para buena parte de los medios exclusivamente digitales.

Internet es una tecnología que parece cuestionar la influencia unidireccional y jerárquica de los MCM, pero de momento ésta sigue siendo enorme e innegable, y personalmente no tengo muy claro que las redes sociales vayan a hacer algo más que mitigarla levemente, pese a resultados inesperados como la elección de Trump. Que los MCM atribuyan este acontecimiento a la mera difusión de bulos por potencias extranjeras indica que tienen mal perder, pero no que su posición corra un riesgo serio, por ahora.

No hay apenas diferencia entre medios de línea editorial nominalmente conservadora o progresista, ni siquiera entre medios públicos bajo gobiernos de distinto color político. Unos son más afines a determinados partidos, lo que se percibe en cómo tratan los escándalos de corrupción que salpican a unos y a otros; pero en lo ideológico, cada vez resultan más indistinguibles, al igual que sucede con esos mismos partidos.

Ello se debe no tanto a que los medios sean serviles al poder, que lo son, como al hecho de que son una parte del mismo. Los periodistas forman parte de la clase dirigente, como se podía decir genéricamente del clero siglos atrás. Y siendo abrumadoramente progresistas, es lógico que tiendan a transmitir esta ideología, acaso sin ser siempre conscientes de ello. Los escasos periodistas que no son progresistas, o bien se adaptan al entorno para sobrevivir, recluyendo sus ideas y creencias en su fuero interno, o bien pagan un alto precio por la disidencia, empezando por sufrir el veto de los principales medios.

La mayor parte de las noticias y mensajes que sirven los MCM pueden clasificarse en una reducida lista de temas clave, en función de las ideas que se quieren difundir: Ideología de género, socialdemocracia, multiculturalismo, laicismo, ecologismo… Ya de entrada, los hechos son seleccionados en función de las necesidades propagandísticas. Por ejemplo, interesa más la violencia de pareja que la violencia causada por musulmanes. Y si no hay más remedio que informar de esta última, se pone especial cuidado en alertar preventivamente contra el peligro de la islamofobia, como si un mal en gran medida hipotético fuera más preocupante que un mal presente.

Un rasgo muy revelador es la ausencia casi total de pluralismo en temas de sustancia ideológica y filosófica, en contra de lo que pudiera creerse debido a la proliferación de “polémicas” más o menos ruidosas, que a menudo se reducen a desacuerdos o malentendidos verbales. Rara vez se da voz a posiciones que discrepen consistentemente del progresismo si no es para demonizarlas o ridiculizarlas, asociándolas a la “ultraderecha”, el “populismo” y sambenitos semejantes, y procurando en cualquier caso que sus críticas no puedan llegar de manera inteligible al gran público.

Es práctica común recabar la opinión de “expertos” a los que se presenta como portavoces de una supuesta versión científica oficial sobre cualquier tema, como si no hubiera controversias dentro de la ciencia –o como si cualquier cuestión fuera competencia de ésta. Si por ejemplo se habla de transexualidad, los “expertos” consultados serán invariablemente partidarios de las tesis de las asociaciones LGTB (cuando no directamente miembros de ellas), ignorando que existen respetables opiniones divergentes entre profesionales de la psiquiatría o la endocrinología.

En teoría, los periodistas se rigen por códigos de objetividad e imparcialidad, pero en la práctica no es en absoluto así, sencillamente porque la propia ideología progresista niega que exista la objetividad. El progresismo sólo cree en la realidad del poder, y por tanto todo discurso es o bien un medio para sostenerlo o para cuestionarlo. No hace falta decir que el progresista, por definición, se considera un cuestionador del poder, un heroico transgresor. Da lo mismo cuál sea su posición social, si es un multimillonario, un autócrata o un periodista al servicio de alguno de ellos: él siempre “lucha” contra poderes superiores o fuerzas malignas, llámense capitalismo, patriarcado, autoritarismo, etc., y para este romántico rebelde todo está justificado, empezando por el uso sin escrúpulos de la mentira y las más descarnadas técnicas de manipulación de las emociones gregarias.

La pregunta que ineludiblemente se plantea es por qué los periodistas son mayoritariamente progresistas. Admitamos en primer lugar que por la misma razón que lo son la mayoría de maestros de escuela, profesores de enseñanza secundaria y superior y, en general, la gente instruida. Enunciada brevemente: El progresismo resulta casi irresistible para todos ellos porque se autopercibe y autoproclama sin descanso como el gran enemigo de la ignorancia. Y ¿quién querría ser visto como un defensor de ésta?

Probablemente el mayor éxito del progresismo sea haber impuesto, paradójicamente, su ignorante visión del pasado, especialmente del período medieval, entendido básicamente como un cúmulo de errores y supersticiones, con las únicas salvedades de unos pocos pensadores y científicos que debieron enfrentarse a la Iglesia, institución cerrada a toda innovación y mejora. Aceptado ese falso relato maniqueísta, que empieza por desdeñar (¡y ya es desdeñar!) el papel crucial del clero y el monacato católicos, tras la caída del Imperio romano, en la preservación y estudio del legado clásico, es perfectamente comprensible que cualquier individuo alfabetizado quiera estar en el lado bueno de la historia.

Hay que tener en cuenta que la mayor parte de las personas instruidas saben en realidad muy poco de casi todo, excepto sus particulares especialidades, por lo que no es de extrañar que adopten con facilidad los estereotipos más ramplones sobre la historia o sobre el cristianismo. Si esto no han podido evitarlo científicos y pensadores como Albert Einstein o Bertrand Russell, algunas de cuyas opiniones sociales y políticas eran, por decirlo suavemente, de nivel barbacoa familiar (véase El conocimiento inútil, de J.-F. Revel), imaginen con cualquier mediocre maestro o profesor, que a menudo se limita a mantener durante toda su vida las ingenuidades “idealistas” que adoptó siendo un estudiante imberbe.

Pero esta injustificada autopercepción del progresismo como la lucha por el conocimiento no es más que una derivada, una consecuencia de una tesis más profunda o fundamental, que aquí, para no alargarnos, sólo podemos desarrollar de manera muy sintética, formulándola así: El hombre es capaz, exclusivamente por sus propios medios y capacidades, de alcanzar cualquier grado superior de perfeccionamiento. Expresado categorialmente, el progresismo no es más que un gnosticismo, la doctrina según la cual el ser humano, mediante su conocimiento de la realidad, puede llegar a superarse a sí mismo, hasta convertirse en un ser divino o fusionarse con él.

Todo en el progresismo acaba siempre tendiendo, de manera directa o indirecta, a la misma idea: que el conocimiento (reducido previamente a mera técnica) tiene un poder -lo que equivale a un “derecho”- ilimitado y por tanto es opuesto a la religión cristiana, a la que debe reemplazar de una vez por todas. Podríamos decir, recurriendo al mito bíblico, que el primer progresista habría sido la serpiente que le susurró a Eva, en el jardín del Edén, que si ella y Adán comían del árbol de la ciencia del Bien y del Mal, serían como dioses.

Es cierto que Nietzsche renegó del progresismo por considerarlo una reedición del cristianismo. Pero no deja de ser significativo que su ateísmo le llevara a predicar el Superhombre, algo no distinto de lo que sostiene, aunque habitualmente con otras palabras, el propio progresismo, y de manera muy explícita recientes divagaciones transhumanistas como las de Yuval N. Harari (Homo Deus), que tienen la virtud clarificadora, precisamente, de abogar por un progresismo mucho más autoconsciente, coherente e implacable, purificado de reminiscencias cristianas.

El progresismo, aun cuando algunos quieran entenderlo como una puesta al día del cristianismo, es ante todo una ruptura, una rebelión radical contra él, por cuanto reniega de la doctrina de que el hombre sea una criatura divina necesitada de redención trascendente, un ser que no puede salvarse por sí solo. Los mandamientos del progresismo, asumidos por millones de personas, incluyendo muchas que se creen “conservadoras”, se resumen en dos: Te amarás a ti mismo por encima de todo y serás rebelde contra toda norma externa, que no proceda de tu sagrada libertad o subjetividad. Evidentemente, esta letanía difundida con uno u otro estilo por la publicidad comercial, los libros de autoayuda, los artistas y los paparazzi-filósofos que copan los horarios televisivos de máxima audiencia, no es otra cosa que la inversión exacta de los preceptos cristianos.

En consecuencia, “adaptar la Iglesia a la sociedad moderna”, la gran divisa de los cristianos que se consideran progresistas, o viceversa, no puede ser otra cosa que tratar de abrogar la doctrina cristiana sin poner en guardia a los creyentes que siguen siendo fieles a la doctrina bimilenaria de la Iglesia. No es más que una sustitución taimada de unas convicciones por otras palmariamente antitéticas, basada en paralelismos superficiales y engañosos, hasta que la religión fundada por Jesucristo acabe siendo suplantada enteramente por la religión progresista o “humanitaria”. La ironía suprema es pretender con ello estar volviendo a una supuesta pureza evangélica, algo que por lo demás han pretendido siempre casi todas las herejías.

Hay que insistir en ello: el verdadero enemigo del progresismo es el cristianismo, y los más lúcidos entre los progresistas y entre los cristianos siempre lo han tenido perfectamente claro. No debe sorprendernos, entonces, que para contrarrestar dos mil años de cultura cristiana se requiera un bombardeo ideológico constante y masivo. Propaganda en realidad es un término de origen católico, sin la connotación negativa que ha adquirido con posterioridad: se trataba de difundir (propagar) el Evangelio, tal y como Cristo encargó a sus discípulos. La propaganda progresista es siempre en última instancia, cuando no en primera, contrapropaganda cristiana.

Con frecuencia, esta contrapropaganda es lo suficientemente inteligente para ocultar su objetivo último, por razones meramente tácticas. No otra es la razón, como hemos señalado, por la que tantos cristianos se muestran entusiastas colaboradores de su propia extinción de facto, si no de nombre. Pero también es la razón por la cual determinados ateos y agnósticos, enfrentados contra secciones importantes del discurso progresista, como pueden ser el socialismo o la ideología de género, son incapaces de reconocer lo que está verdaderamente en juego, e incurren a veces en argumentos o estrategias que a la larga sólo agravan el mal que intentan combatir. Un ejemplo entre decenas serían las críticas al feminismo radical que lo confunden con un vulgar retroceso puritano o “inquisitorial”, como si el remedio a ciertos males presentes fuera no menos, sino más “libertad sexual”, esto es, acentuar la total sumisión a los apetitos animales que nos venden como emancipación.

El progresismo lleva aproximadamente dos siglos ejerciendo como ideología de la intelectualidad europea, pero los MCM le han prestado una efectividad inaudita en las últimas décadas, especialmente desde mediados del siglo XX. Ya entonces hubo quien detectó el verdadero sentido del complejo mediático, sólo aparentemente más inofensivo que el “complejo militar-industrial” al que se refirió Eisenhower. Una de esas mentes clarividentes (dejando de lado sus opiniones contra el jazz: nadie es perfecto) fue Richard M. Weaver (Las ideas tienen consecuencias), quien denominó a los MCM como la “linterna mágica”, en una feliz expresión, inspirada en la caverna platónica, que pone de relieve su carácter de mecanismo de distracción y simulación.

Lo cierto es que es difícil encender un televisor sin que le embargue a uno la sensación de que el progresismo ya ha vencido hace tiempo. Sin embargo, desde mi punto de vista católico (o de un católico de derechas, si se requiere más precisión), el progresismo no puede triunfar definitivamente. O bien surgirá una reacción en algún momento o bien su victoria será pírrica, porque se cumplirá al precio de destruir la sociedad que conquiste completamente. Porque no se puede vivir permanentemente contra la verdad sin sufrir las consecuencias, como “el hombre insensato que edificó su casa sobre arena.” (Mateo, 7, 26.)

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog Cero en Progresismo, https://ceroenprogresismo.wordpress.com