La ideología del exhibicionismo

Vidal Arranz | Sección: Sociedad

Lo denunció con acierto el pensador Armand Mattelart en una charla en Valladolid: las nuevas formas de dominación pasan por la disolución del espacio privado. Cada vez es más difícil delimitar las fronteras entre lo reservado y lo público, entre lo que se comparte y lo que se preserva de la mirada de los otros. Las redes sociales favorecen y alimentan esa confusión. Las mallas interconectadas de «amigos» virtuales encadenan efectos insospechados, como que una foto, quizás indeseada, pueda terminar siendo vista por quien uno menos imagina.

También lo advierte Umberto Eco: «El asalto a la vida privada habitúa a todo el mundo a su desaparición«. No se trata de una cuestión menor. La privacidad, ese espacio alejado de la mirada del otro, es un componente esencial no ya sólo de la libertad, sino incluso de la posibilidad de identidad. Sin privacidad somos presas de la presión del grupo, de sus hábitos y consignas. Por no hablar de que la soledad es una condición del pensamiento.

Sin embargo, los reality show nos están acostumbrando a una posibilidad inquietante: la de estar constantemente expuestos. Y, en paralelo, promueven un nuevo tipo de virtud: lo mejor para que nadie te pille en un renuncio es estar desnudo y a la vista. «Poco a poco se aprende que nada puede ser ocultado. Y que cuando algo no está oculto, no puede ser escandaloso«, explica Mattelart. El resultado es la apología del exhibicionismo. Que genera una subcultura con sus propias metas ideales: ser famoso televisivo o comentarista. Una forma fácil de ganar dinero que sólo exige tirar a la basura cualquier pudor. Aceptar que todo vale, ya sea en nombre de la naturalidad o de las audiencias, genera un tipo de aparente fortaleza: la de quien no teme su desnudez. Pero también una forma extrema de debilidad: la de quien termina por no saber quién es, para qué está y qué quiere.

Cabría decir más: la hipocresía, esa cualidad que consiste en decir algo distinto a lo que de verdad se piensa, no sólo es un derecho, en según qué circunstancias, sino que puede ser una virtud. O, al menos, un paliativo de la innegable dureza de la vida social. No habría convivencia saludable posible sobre la base de una total y absoluta sinceridad. Como diría la Chus Lampreave de ‘Mujeres al borde de un ataque de nervios’ «es lo malo que tenemos las testigas de Jehová, que no podemos mentir«.

El resultado final es un hombre maleable, dispuesto a entregar información que empresas al otro lado de la pantalla utilizan según su conveniencia. Un hombre que ignora que cada dato que aporta alimenta un pequeño monstruo con capacidad para seducirle mejor, para convencerle mejor, para decirle mejor hacia dónde debe conducir su vida. Que Alemania desaconseje el uso de Whatsapp, y que desconfíe de Facebook, porque no respeta la legislación europea de protección de datos, es todo un síntoma de que a la fiera quizás empiezan a vérsele los dientes.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Religión en Libertad, www.religionenlibertad.com