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El gendarme Palma

Cada cierto tiempo, las cárceles abren una pequeña ventana que permite vislumbrar lo que ocurre en su interior. Hace algunos años, el incendio de la cárcel de San Miguel nos ofreció esa oportunidad. El hecho produjo escándalo público, y los políticos hablaron con voz grave. Más tarde -como siempre- olvidamos el tema. Hay demasiados grupos que exigen ser atendidos, y los presos no son prioridad para nadie. En resumidas cuentas, hay dificultades que nuestro sistema no es capaz de procesar.

Hace pocos días, una ventana volvió a abrirse. Dentro de un penal, dos ecuatorianos fueron torturados, en represalia por haber asesinado a una mujer. Parte de la escena fue filmada, y el video se propagó rápidamente en la red. Las imágenes son durísimas, y muestran la lógica implacable que opera al interior de los recintos penitenciarios. Aunque algunos avalaron la tortura -aviso a los optimistas: no es seguro que la civilización siga progresando-, la reacción general fue de repudio.

Como fuere, lo más preocupante vino del propio Estado, porque el sistema penal reaccionó de un modo apresurado. El incentivo parece haber sido el siguiente: al margen de los agresores directos, es urgente dar con un culpable. Y el elegido no fue otro que el gendarme Héctor Palma, quien vigilaba a los presos. Se le acusó de haber permitido la tortura, aunque fuera por omisión, y fue detenido y formalizado, además de quedar en prisión preventiva; todo esto a una velocidad que ya se soñaría cualquier víctima de la delincuencia.

El caso sorprende por varios motivos. Por de pronto, todo indica que la fiscalía obedeció a las exigencias de la opinión pública antes que a una genuina búsqueda de justicia. De hecho, ni siquiera se consideró que las víctimas le agradecieran al gendarme haber salvado sus vidas. Asimismo, no se tomó en cuenta que una grabación de esa naturaleza es necesariamente limitada, porque está desprovista de contexto. La fiscalía parece haber respondido también a un incentivo perverso de nuestra legislación, que constituye parte del legado de Michelle Bachelet y de Lorena Fríes. En nuestro país, para que se configure el delito de tortura, debe estar involucrada la función pública (sí, tal como lo leyó: los privados, aunque torturemos, no podemos torturar). Por lo mismo, la participación del gendarme era indispensable para tipificar así el delito.

Pero hay más. La fiscal tuvo la ocurrencia de preguntarle al gendarme por qué no había denunciado inmediatamente los hechos al Ministerio Público. La interrogación es extraña porque demuestra, o bien un gusto exacerbado por las luces, o bien una grave ignorancia de la realidad carcelaria. Guste o no, si los gendarmes tuvieran que denunciar todo lo que ven, no tendrían tiempo para vigilar a los reos. Después de todo, si la fiscal quiere hacerse una idea de lo que ocurre en los penales, bastaría que los visite.

De hecho, no era tan difícil averiguar las circunstancias que rodearon los hechos. Según el testimonio del propio gendarme (que no ha sido desmentido), este se encontraba a cargo de cuidar a 280 reos, divididos en dos patios de unos dos mil metros cuadrados cada uno. Al mismo tiempo, debía estar pendiente de los ingresos de visitas y abogados, abrir las respectivas rejas y realizar los ingresos. En ese contexto, percibió una riña más o menos habitual, e intervino para liberar a las víctimas. Las cámaras, desde luego, no estaban funcionando.

La pregunta que surge naturalmente es si podemos esperar algo más de gendarmes que trabajan en condiciones tan precarias. Todos sabemos que en los últimos decenios Gendarmería ha funcionado como caja pagadora de favores políticos y de pensiones abultadas. En consecuencia, resulta delirante que se haya pretendido cargar la responsabilidad al último eslabón de una larguísima cadena que, a fin de cuentas, guarda relación con las deficiencias de toda nuestra estructura social. La lista no es exhaustiva, pero podemos incluir entre ellas las cárceles hacinadas, los tribunales colapsados, dosis variables de populismo penal, fiscales en busca de exposición, niños que pasan directamente del Sename a la cárcel y estructuras familiares debilitadas.

Con todo, no hace falta agitarse. Nuestra memoria es frágil y, más temprano que tarde, olvidaremos este mal sueño, y regresaremos a nuestras preocupaciones mundanas. Por mientras, el gendarme Palma -ahora liberado- seguirá haciendo silenciosamente su trabajo, y los invisibles seguirán siendo invisibles.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.