El ilusionista

Daniel Mansuy H. | Sección: Política, Sociedad

Mario Vargas Llosa ha vuelto a Chile, en una visita que bien podríamos llamar doctrinaria. De hecho, trae bajo el brazo un nuevo libro (La llamada de la tribu), en el que retrata a un grupo de pensadores liberales que ha influido en su trayectoria. En principio, el ejercicio no deja de ser interesante. A nuestro debate no le sobra altura intelectual y, en ese plano, toda contribución es bienvenida.

Con todo, hay algo en el tono utilizado por el escritor peruano que no termina de calzar. Se trata de una dificultad que han encontrado muchos liberales criollos al momento de intentar dar un cauce político a sus ideas. ¿Cómo transformar al liberalismo en un programa político digno de ese nombre? ¿Cómo darle un correlato efectivo a las elucubraciones teóricas? Para lograr algo así, se debe predicar un espíritu liberal al mismo tiempo que se intentan fijar los límites de la doctrina. Sin embargo, las mejores versiones del liberalismo son difícilmente compatibles con aquella delimitación, pues se caracterizan por el escepticismo, la moderación en el juicio y el reconocimiento de la infinita complejidad del fenómeno humano. La consecuencia es que resulta muy difícil -cuando no imposible- establecer un domicilio político seguro en esas condiciones.

Naturalmente, es posible identificar ciertos elementos mínimos comunes al interior del liberalismo. Entre ellos pueden contarse la separación de poderes, la valoración de la autonomía y el reconocimiento de la sociedad civil. Pero la verdad es que esos mínimos no alcanzan a resolver los conflictos internos que se dan entre esos mismos principios (la mera apelación a la autonomía, por dar un solo ejemplo, es completamente insuficiente en la discusión sobre aborto). A pesar de lo anterior, y en la medida en que sus objetivos son más políticos que intelectuales, Vargas Llosa se ve obligado a convertir al liberalismo (que en principio tiene más dudas que certezas) en una especie de sistema cerrado y maniqueo, que descalifica a priori cualquier desviación teórica. Al fin y al cabo, la facilidad con la que deja caer ciertos epítetos -cavernario, reaccionario- sobre aquellos que no comparten sus ideas implica una renuncia a tomarse en serio los argumentos contrarios. Además, supone asumir -aunque fuera tácitamente- una visión progresista de la historia que niega su misma premisa (si la historia tiene un curso determinado, nuestra libertad es ilusoria). Dado que el liberalismo se dice de muchas maneras y admite múltiples manifestaciones, la empresa de intentar fijarlo estáticamente, o de determinar quiénes serían los «auténticos» liberales, está condenada al fracaso. Dicho de otro modo, el liberalismo requiere ser especificado para ser efectivamente político: es más adjetivo que sustantivo. De allí que en Chile podamos encontrar liberales en todo el espectro político, desde la derecha dura hasta el Frente Amplio.

Nada de esto implica negar las bondades y los logros históricos de la tradición liberal. Quizás solo cabe decir que no corresponde pedirle más de lo que puede dar. El liberalismo se traiciona a sí mismo cuando se convierte en credo y pretende excluir a los herejes, transformándose en la némesis perfecta del marxismo (por eso resulta tan extraña la noción hayekiana de «utopía liberal«). Raymond Aron dedicó buena parte de su vida a advertir los peligros implícitos en toda religión secular, y el peor pecado del liberalismo sería creerse exento de ese riesgo, asumiendo un credo de fe que no se reconoce como tal.

Para la anécdota quedará el hecho de que Mario Vargas Llosa, acaso el autor que más profundamente ha explorado los misterios de la identidad latinoamericana, predique un evangelio sin atender nunca a la especificidad de nuestro continente. Al fin y al cabo, todo lo que dicen Smith, Berlin y Popper nos vale de poco si no viene mediado por una reflexión sobre las singularidades de nuestra tribu. En ese contexto, la prédica de Vargas Llosa tiende a convertirse en una tediosa repetición de conceptos abstractos y de lugares comunes. Las banalidades de moda no dejan por eso de ser banalidades.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio