Subir la vara

Benjamín Lagos | Sección: Educación, Política, Sociedad

Estupor debió causar en los lectores la entrevista al diputado Raúl Florcita Alarcón Rojas, más conocido por el seudónimo Florcita Motuda (PH), en la revista Sábado de El Mercurio. En ella, el frenteamplista justifica su nulo interés en estudiar los proyectos que legisla: “me da ‘lata’ leer sobre temas legislativos (…) tengo derecho a no interesarme”. Pero, con razón, sostiene que no se le puede exigir otra conducta, pues “pongan entonces en las condiciones para ser diputado que hay que tener tal y tales capacidades (sic), y no es así”. De esta forma, el mismo Alarcón llama a cuestionar aquella distinción arbitraria según la cual a los integrantes de los órganos del Estado no electos por votación popular (tribunales, Ministerio Público, Contraloría, Banco Central, etc.) el ordenamiento jurídico les exige título que acredite conocimiento de una ciencia o arte, pero a los de uno electo, no.

La retórica dominante en una democracia “de masas” exalta el culto a la soberanía popular, promoviendo una identificación plena entre gobernantes y gobernados, debiendo los primeros encarnar la historia de vida y anhelos de los segundos. De ahí que la norma jurídica admite como fuentes de legitimidad del líder no solo la legalidad, sino, tácitamente, el carisma: al omitirse requisitos de idoneidad profesional para su elección, sin duda se relevan otros aspectos del líder, como los emocionales. Pero la representación política no consiste en una relación de igualdad entre electores y representantes tal que estos sean el “reflejo de la sociedad”, con todas las fallas que esta acarrea. Implica, más bien, el deber del representante de velar por el bien común, no solo de sus electores sino de la Nación toda, en la que reside la soberanía. Tal responsabilidad, que en el parlamentario se traduce en la producción de una fuente del Derecho como la ley, exige un nivel de preparación intelectual y deliberación acorde.

Por lo anterior, un régimen democrático representativo no se contradice con la existencia de requisitos de idoneidad profesional para la elección de senadores y diputados. Al contrario: son elementos objetivos que perfeccionan el debate y su resultado, la ley. Reforma tanto más necesaria por la obvia responsabilidad del congresista con su labor, sin que sea suficiente respaldo su tercerización a asesores -arguyendo la “creciente complejidad del trabajo legislativo”-, pues finalmente quien vota los proyectos y es elegido por los ciudadanos, es aquel. De estas exigencias, la principal debería ser el título profesional, que acredita conocimientos y posibilita el ejercicio de una disciplina. Podrían agregarse posgrados, docencia, representación gremial u otros que reúnan comprensión de la realidad y preocupación por el bien común. Y, por cierto, estas normas deberían extenderse a todos los demás cargos de elección popular, partiendo por el Presidente de la República.

Una reforma en este sentido no solo sería refractaria con el discurso anhelante de liderazgos carismáticos, sino con la estabilidad laboral de quienes podrían resistirse al no cumplir con la cualificación aquí propuesta. Pero esta no solo va en interés de los ciudadanos a los que sirven, sino además de la dignidad de su función. Sería menos palmaria, eso sí, la necesidad de esta medida si la generalidad de esos servidores públicos obrasen con sentido común, que no se expide por ninguna universidad.