Alfie Evans

Raúl Madrid | Sección: Familia, Sociedad, Vida

Hoy, en cierto modo, Occidente abdica de toda su civilización. Porque en un hospital del Reino Unido un niño indefenso agoniza, privado voluntariamente de toda asistencia mínima, se le deja morir de hambre, contra el clamor de sus padres y del mundo.

El grado de civilización de un pueblo no se encuentra en el número de obras de arte que produce, ni en su avance tecnológico, ni menos en su producto per cápita. Estos factores son indicativos de un mayor o menor refinamiento, pero ceden ante un elemento principalísimo que configura el desarrollo en sentido espiritual: el respeto rotundo y unánime a ciertas leyes mínimas, dentro de las que se encuentra en primer lugar el cuidado de la vida de los inocentes indefensos, miembros de su propia especie, en especial si se trata de proporcionarles los medios mínimos de subsistencia.

En el caso del pequeño Alfie Evans, sin embargo, asistimos con estupor al despliegue institucional de la voluntad positiva de matar, fundada en la presuntuosa noción de que otros pueden decidir por uno cuándo es mejor vivir, y cuándo es mejor morir. Los padres de Alfie -llamados en primer término a cuidar de él- han sido aislados, encapsulados en una maraña de normas y decisiones administrativas y judiciales, mientras el hospital, otrora un lugar de protección y sanación, se iba convirtiendo poco a poco en una trampa mortal.

Así fue que, contra la voz implorante de sus padres, contra la mayoría de la opinión pública, contra la oferta de Italia de recibirle en su sistema de salud e incluso darle la nacionalidad, la seca y empecinada soberbia de los magistrados y de los hombres de ciencia, desde su altar de sabiduría mundana, le desconectaron el soporte vital. Para sorpresa de todos, el pequeño Alfie siguió respirando, aferrándose a la vida con la gracia de Dios, que impulsaba su aliento para demostrar que todos nuestros pronósticos y vaticinios son en realidad paja que se la lleva el viento.

Los gerifaltes ingleses han decidido consumar hasta el final su iniquidad, y ahora deciden dejarle morir de hambre, cometiendo un crimen nefando. Ni siquiera el indulto le fue concedido, del cual se beneficiaban en otros tiempos delincuentes y ladrones, cuando se cortaba la cuerda de la horca, o no funcionaban las armas. Este niño, que no ha hecho nada malo salvo existir, es condenado por quienes debieran cuidarle, es encerrado por quienes debieran protegerle. No hace tanto tiempo que Chesterton -otro inglés- dijera que iba a ser necesario sacar la espada para decir que el pasto era verde. Hoy el sentido común clama por la vida de un inocente, pero más aún por la terrible iniquidad que esta decisión inaugura, y que pesará sobre nuestros corazones no solo por el pobre Alfie y sus desolados padres, sino también por nosotros, todos nosotros, que seremos los siguientes.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio