Rediseñar el siglo XIX destruye el siglo XXI

Joaquín Fermandois | Sección: Educación, Historia, Política

El Tratado de 1904 no fue un hecho aislado de la política exterior de Chile. Hubo una estrategia de La Moneda para cerrar el ciclo de confrontación del último tercio del siglo XIX, característica común de todo el continente sudamericano. El Abrazo del Estrecho y los Pactos de Mayo de 1902 consolidaron por largo tiempo los temas de límites con Argentina. Con Perú duraría más tiempo, hasta 1929, demora que solo creó más irritaciones, pero se alcanzó el acuerdo en el mismo espíritu.

El ciclo de guerras sudamericanas llegaba a su fin, no en lo principal por inercia natural, sino que por una razón política que terminó por dominar entre las principales naciones del continente, la de regular mediante acuerdos las disputas fronterizas. Chile lo logró plenamente entre 1902 y 1929, gracias a un esfuerzo persistente. Habrá habido dudas sobre límites concretos, pero no sobre la idea final de los tratados y de lo gravitante de lo que allí está escrito. Se ajusta a la tendencia de los sistemas internacionales del siglo XX, de que el respeto a lo pactado debe ser un fundamento de la paz, salvo negociación voluntaria de las partes. Saltan a la vista las excepciones de las guerras mundiales, megacatástrofes que inevitablemente tuvieron consecuencias. Desde 1945 han sido muy pocos los cambios de fronteras en relación con los siglos anteriores, salvo las fragmentaciones de Estados que tuvieron que ver con el fin de la Guerra Fría (y que pueden continuar).

Es a este proceso al que se vinculó Chile en la primera mitad del siglo XX, bajo el supuesto universal de que la claridad acerca de la soberanía, la certeza de la fijación de fronteras y el respeto a los tratados constituyen el cimiento de la paz y, sobre todo, de la vinculación entre países y pueblos, entre sociedades y culturas, en fin, de la interrelación esencial entre seres humanos y países.

Para ello se firman tratados y los países adhieren a convenciones y acuerdos multilaterales. Su base ineludible es que la letra de los mismos permanece inalterada en su validez, y que ninguna picaresca posmoderna los puede reinterpretar. Es un terreno vedado a las experiencias lúdicas, a irredentismos o a pliegos de peticiones populistas. Si se asumen, se juega con fuego. Las grandes potencias no se inquietan mucho por estos artilugios; el Derecho Internacional en este sentido es más bien una defensa (precaria como tantas; incluso las armas lo son) de los países más débiles.

Para entender el Tratado de Paz con Bolivia hay que tener en cuenta que la aspiración de Bolivia en el siglo XIX era la de un puerto. El Tratado de 1904 con el «libre tránsito» otorgó en la práctica aquello a lo que Bolivia aspiraba en el siglo XIX, un puerto. Casi todas las conversaciones entre Chile y Bolivia en el curso del siglo XX estaban destinadas a adaptar y modernizar esa facilidad otorgada y debida, por donde circula el grueso del intercambio no terrestre de Bolivia. Por ello al comienzo el Tratado fue bien recibido en ese país. Lo que sucedió es que en el curso del siglo XX la demanda evolucionó desde el puerto a la idea del mar. No fue un golpe brusco, sino un proceso gradual. Chile, como todo país que no sea temerario, no puede aceptar una modificación territorial -sancionada en tratados y en la práctica jurídica moderna- por una transformación del sentimiento de un vecino.

Ello no quita que se converse acerca de intereses, percepciones y aspiraciones mutuas en analogía con las relaciones humanas individuales. Es lo que efectuó Chile a lo largo del siglo XX. Hubo varios momentos de cierta intensidad en torno a facilitar -eso sí- el acceso marítimo y se analizaron propuestas que iban más allá, a pesar de que Bolivia había roto relaciones diplomáticas en 1962 y cada cierto tiempo se empleaba un tono agresivo con nuestro país. En todos los casos era el gobierno boliviano el que cerraba las puertas a conversaciones que de suyo debían ser difíciles y extensas en el tiempo. Tratar sobre el territorio no es asunto ligero.

Hubo una excepción, Charaña en 1975. Es el único caso en que se puede hablar de negociación. Se dio un acuerdo preliminar acerca de la idea general y después la oferta chilena muy precisa. Asunto básico, se requería de canje territorial. Fue La Paz la que abandonó las tratativas por diversos motivos. Después de reanudar las relaciones en 1975 las vuelve a romper en 1978, en un año difícil para Chile. Hubo esperanzas que con Evo Morales llegara un viento fresco. Ilusiones abatidas, ya que la guerrilla verbal no ha tenido límites. La demanda ha hecho añicos cualquier esperanza de conversar entre los vecinos. Después del fallo pasará un tiempo de lamer heridas de estos años antes de plantear cualquier propuesta seria, que sería siempre tentativa.

La adhesión de Chile al sistema jurídico internacional del siglo XX fue fruto de la garantía de que se respeta la letra de tratados trabajosamente negociados y sancionados por la comunidad internacional. Fue la base de nuestro ingreso al Pacto de Bogotá -al que solo muy poco tiempo atrás adhirió Bolivia- y cuyo respeto funda cualquier posibilidad de un orden territorial de paz y previsible en el tiempo. Desconocer lo obrado de esta manera haría imposible la práctica de las relaciones entre los Estados al sustraerles un elemento humano fundacional, la conversación libre entre las partes, que de por sí no puede constituir una obligación. Rediseñar el siglo XIX podría destruir el siglo XXI.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.