Mar perdido y mar buscado

Juan Ricardo Couyoumdjian | Sección: Educación, Historia, Política

Uno de los problemas enfrentados por las nacientes repúblicas de la América Española a raíz de su independencia fue la definición de sus límites con los Estados vecinos. El asunto no había preocupado demasiado a las autoridades peninsulares: las regiones periféricas, como el despoblado de Atacama que separaba a Chile de la Audiencia de Charcas, hoy Bolivia, se manejaban desde el lugar más conveniente, según las circunstancias.

La definición de las fronteras entre ambos Estados demoró algunos decenios. Las pretensiones territoriales de Chile, de ejercer soberanía hasta el paralelo 23º sur, se contraponían a las de Bolivia que reclamaba el mismo espacio hasta los 25º sur. El Tratado de 1866 optó por una solución salomónica: la frontera se fijó en el paralelo 24º, pero la zona en disputa, entre los 23º y los 25º, quedó como una zona de explotación tributaria común. El cobro de los impuestos no funcionó como se suponía y un nuevo Tratado, en 1874, puso fin al reparto de ingresos. Se hizo, empero, la salvedad de que no se aumentarían los impuestos a las exportaciones de minerales entre los paralelos mencionados. Esta prohibición de establecer nuevos gravámenes se había pensado para proteger a las numerosas compañías chilenas que operaban en el yacimiento de plata de Caracoles en territorio boliviano. Sin embargo, el problema se produjo cuando el gobierno resolvió fijar un impuesto de 10 centavos por cada quintal de salitre exportado por la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, una sociedad chilena, que operaba dentro de la zona mencionada.

La decisión de establecer este impuesto, debe entenderse en relación con los propósitos del Perú de establecer un estanco del salitre de Tarapacá. El gobierno de Lima había logrado atajar la explotación de otras calicheras en territorio boliviano. Quedaba, empero, la compañía de Antofagasta, que, en los últimos años, había aumentado sensiblemente su producción, pasando a constituir una competencia para el nitrato peruano que era necesario neutralizar.

El nuevo impuesto boliviano afectaba directamente a la compañía chilena, la que, amparándose en el Tratado, rehusó pagar. Acudió a su gobierno, que hizo representaciones formales ante las autoridades en La Paz sobre la arbitrariedad de la medida y las consecuencias que tendría la vulneración del Tratado. En aras de evitar un conflicto armado, Chile ofreció someter el asunto a arbitraje conforme a lo contemplado para esos casos, pero Bolivia no acogió la propuesta. Ante la resistencia de la empresa, las autoridades bolivianas adoptaron diversas medidas que culminaron con la orden de remate de sus instalaciones y bienes, una orden que no llegó a cumplirse ante la ocupación de Antofagasta por fuerzas chilenas con el fin de impedir su ejecución. Era la guerra.

La insistencia de Bolivia en aplicar el gravamen pese a los riesgos advertidos, se entiende mejor si se tiene en vista su acercamiento con el Perú y la existencia de un tratado de defensa mutua entre ambos países, suscrito en 1873. De ahí que, a poco andar, el Perú entró a la guerra en apoyo de su aliada.

El desenlace del conflicto cambió por completo los reclamos de soberanía sobre los territorios escenario de la guerra. Para Chile, ya no se trataba de recuperar la zona en disputa con Bolivia, como se había planteado en un primer momento, sino la posesión efectiva del espacio ocupado durante las hostilidades, es decir, toda la provincia del Litoral como también del departamento peruano de Tarapacá en poder de las fuerzas chilenas.

Las negociaciones de paz fueron difíciles. Con el Perú quedó pendiente la situación de Tacna y Arica. Con Bolivia se firmó una tregua que reconocía el estado de cosas vigente; el Tratado de paz solo llegó a firmarse 20 años después, en 1904, una demora que desmiente, por sí sola, las acusaciones de La Paz de supuestas presiones de Chile. Parte de esta tardanza se explica, precisamente, por la situación de Tacna y Arica; este puerto era la salida natural del Altiplano al mundo exterior, y de ahí la escasa presencia de población boliviana en su propio litoral. Es decir, Bolivia tenía acceso soberano al mar, pero utilizaba, para su comercio, un puerto peruano. Durante toda la época republicana, no hubo, al parecer, pretensiones por parte de Bolivia de obtener soberanía en Tacna y Arica, salvo a raíz de la Confederación Perú-Boliviana, que debía ser controlada desde el Altiplano. Salida al mar y soberanía de la costa parecían ser dos temas diferentes.

De ahí que en las conversaciones hasta el tratado de paz -y en las muchas que siguieron después- las demandas de Bolivia se hayan centrado en obtener un corredor territorial para salir a la costa por Arica. La pretensión de soberanía sobre dicho corredor se topaba con la posición del Perú, que no estaba dispuesto a ceder estos territorios. De ahí que el Tratado de 1904 con Bolivia, que proporcionaba libre salida al mar, y múltiples facilidades, incluyendo un ferrocarril de Arica a La Paz, pero sin ceder soberanía, debió haber resuelto el problema.

Queda la impresión de que las franquicias concedidas no han sido aprovechadas en todo su potencial y que los argumentos desarrollistas esgrimidos en las persistentes reclamaciones bolivianas provienen de impulsos de otra naturaleza. Como dijo Pascal en otro contexto, le coeur a ses raisons que la raison ne connait point (el corazón tiene razones que la razón desconoce).

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.