Algunos olvidos sobre Foucault

Ceferino P.D. Muñoz | Sección: Educación, Familia, Sociedad

Acaba de anunciarse con bombos y platillos en distintos medios la aparición de Las Confesiones de la Carne, cuarto tomo de Historia de la sexualidad, de Michel Foucault, intelectual francés fallecido hace ya 34 años. En este cuarto volumen se analizan diversas doctrinas de los Padres de la Iglesia relacionadas con la sexualidad. No nos interesa ahora dedicarnos a la crítica del escrito en cuestión, pero sí recordar algunos aspectos de la vida de su autor que han quedado un poco o bastante en el olvido y que quizás pueden ayudar a comprender mejor su obra.

Como todo intelectual, Foucault creía que tenía algo de mucha importancia para ofrecer a la humanidad. Los intelectuales en general, explícita o implícitamente y de la ideología de que provengan, defienden determinadas ideas abstractas, como la razón, la justicia, la verdad; por tal motivo, de ellos se espera que hablen, escriban y obren de determinada manera, en función del rol de moderador o guía que detentan. A ellos se les asigna una «misión ética«, y por tanto se supone que serán custodios de ciertos bienes y valores universales.

En este sentido, un estudioso del pensamiento foucaultiano sostiene que la perspectiva de fondo de toda la obra del autor francés, aquello que le da el impulso inicial a la misma, es de carácter ético. El mismo Foucault ya maduro decía: «Estaría más o menos de acuerdo con la idea de que en efecto me interesa más la moral que la política, o en cualquier caso, la política como una ética«.

SORPRESAS

La noticia de la publicación del libro de Foucault aparece en los medios junto a tantas otras noticias, incluso a aquellas que consternan en grado máximo a la sociedad. Me refiero a las de acosos, abusos y violaciones de menores, crímenes que pareciesen ir en franco aumento. Pero esa es la dinámica de los medios y muchas veces queda a cargo del lector sopesar cada información y darle el lugar que le corresponde. Ahora bien, creo que sorprendería mucho a los lectores si yo les dijera que Michel Foucault -quien dedicó prácticamente toda su obra a escribir sobre las libertades individuales- argumentaba a favor de la pornografía infantil y de otra de las mayores perversiones que puede imaginarse el hombre: la pedofilia.

Todo empezó en Francia, en enero de 1977, cuando el diario Le Monde dio a conocer una carta abierta en la que se pedía la liberación de tres hombres acusados de haber mantenido relaciones sexuales con menores y haberlos fotografiado. El argumento principal para minimizar el delito era que se trataba de «un simple caso de moral» y que los niños no habían sufrido violencia sino que habían consentido las relaciones y las fotos. «Tres años de prisión por besos y caricias, eso es suficiente«, decía el manifiesto. El texto iba firmado por los intelectuales más renombrados de Francia en ese momento: Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Roland Barthes, Louis Aragon y casi una veintena más. Asimismo, en mayo de ese mismo año se da a conocer públicamente, también en Francia, la creación del FLIP (Frente de Liberación de los Pedófilos), el cual enarbolaba objetivos tan aberrantes como el de unirse a los grupos que buscaban que la pederastia existiera libremente, desarrollar una cultura de la pederastia y manifestar solidaridad con los pedófilos encarcelados o víctimas de la psiquiatría oficial.

PETICION

En este contexto, tal como señala y bien documenta uno de los biógrafos de Foucault (James Miller, La pasión de Michel Foucault, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1996), él pidió que se liberalizaran sustancialmente las leyes que regularizaban las relaciones sexuales entre adultos y menores. Efectivamente, también en 1977 firmó junto a otros intelectuales, como Jacques Derrida y Louis Althusser, una petición al parlamento francés pidiendo la derogación del concepto de minoría de edad sexual y la despenalización de las relaciones sexuales consentidas con menores hasta los quince años.

Pero su derrotero no concluyó allí. Un año después en una entrevista radial Foucault declaraba: «es muy difícil establecer barreras a la edad del consentimiento sexual (…), puede suceder que sea el menor, con su propia sexualidad, el que desee al adulto«. Un tiempo después en otra alocución pública decía: «En ninguna circunstancia debería someterse la sexualidad a algún tipo de legislación (…). Cuando uno castiga la violación debería castigar la violencia y nada más. Y decir que sólo es un acto de agresión: que no hay diferencia, en principio, entre introducir un dedo en la cara de alguien o el pene en sus genitales«.

No hace falta mucha lucidez para vincular esta teoría con uno de los fallos más controvertidos del ahora Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Eugenio Raúl Zaffaroni, lector asiduo de Foucault. Me refiero al caso del portero de un edificio, Julio Tiraboschi, quien obligó a una nena de 8 años a practicarle sexo oral. Zaffaroni como uno de los miembros de la Cámara Nacional de Apelaciones Criminal y Correccional, Sala 6, falló claramente a favor del acusado, sosteniendo que no se violentó la libertad sexual de la menor pues ella ignoraba lo que sucedía ya que el acto se realizó a oscuras, que los informes señalan que no hay daño psíquico a la menor, que la penetración bucal no es dolorosa, que no existe pérdida de virginidad por parte de la niña, que el agresor en su accionar se exponía a un riesgo de mutilación y otras tantas afirmaciones que van a contramano del sentido común de cualquier persona en su sano juicio y de la justicia.

Lo de Zaffaroni es solo un botón de muestra de la profunda y vasta influencia que ejerció y sigue ejerciendo el pensamiento de Foucault en distintos ámbitos, como círculos intelectuales y académicos y en muchos movimientos sociales que embanderan los derechos a las libertades sexuales.

Ahora, ¿cuánto crédito podemos darle a la obra de un autor que se autoproclamaba defensor de los más vulnerables pero al mismo tiempo sostenía y promovía ideas tan aberrantes como las que hemos descripto? ¿Qué interpretación de la sexualidad podrá tener alguien que se declara favorable a la pornografía infantil y a la pederastia? Por más erudita que parezca o sea su obra, ¿cuánto habrá en ella de cierto y cuánto de las ideas retorcidas de su autor? ¿Hasta dónde sus argumentos han sido afectados por sus más bajos instintos?

VIDA Y OBRA

Probablemente la lectura atenta del reciente libro podrá responder estos interrogantes, pero antes de dar ese paso tengo al menos dos certezas: la primera es que las ideas y los textos no se entienden plenamente sin el hombre que los encarna. No se puede comprender cabalmente una obra si no se indaga además en la vida del que la escribió. Y cuán necesaria se vuelve esta tarea si el autor en cuestión detenta una misión ética, tal como la que le cupe a los llamados intelectuales. La segunda es que-parafraseando a un filósofo, también francés- para gobernar bien la inteligencia se requieren cualidades distintas de la inteligencia misma. Hay que ser grandes para juzgar rectamente.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Prensa, http://www.laprensa.com.ar .