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Mauricio Riesco Valdés | Sección: Historia, Política

En el mismo sitio donde se dé la batalla y se obtenga la victoria, se levantará un Santuario de la Virgen del Carmen, Patrona y Generala de los Ejércitos de Chile, y los cimientos serán colocados por los mismos magistrados que formulan este voto y en el mismo lugar de su misericordia, que será el de su gloria”. Esa fue la solemne promesa que el pueblo de Santiago, reunido un día 14 de marzo de 1818 en la iglesia Catedral junto a sus autoridades, hizo a la Virgen del Carmen pocos días antes de la Batalla de Maipú, la que ese glorioso 5 de abril de 1818 nos dio la independencia como nación.

Nuestros antepasados enfrentaron a sus adversarios con un valor heroico para conseguir aquel triunfo decisivo. Ellos, sin embargo, no confiaron solo en su coraje; antes de iniciar su expedición libertadora, imploraron el éxito de la misión a la Virgen del Carmen. Y no fue por temor al enemigo, ni por beatería, ni superstición; los patriotas estaban convencidos de que su mejor aliado para conseguir la libertad que nos legaron, era Nuestra Señora y, por eso, además, no se avergonzaron de implorar su apoyo y reconocer públicamente su devoción, a pesar de ser todos ellos recios soldados y hombres formados, tal vez en su mayoría, lejos de atmósferas conventuales.

Durante el transcurso de nuestra vida patria, se ha ido estrechando una relación de cariño y agradecimiento entre el pueblo chileno y la Virgen del Carmen. Múltiples manifestaciones de amor y devoción han enriquecido el vínculo con nuestra “Patrona Principal de toda la República de Chile”, designada así por S.S. Pío XI mediante Decreto Vaticano de octubre de 1923. Nuestra Patrona, fue, asimismo, coronada dos veces como “Reina de Chile”; la primera, el 19 de diciembre de 1926 por el Nuncio Apostólico de Su Santidad, y la última un 3 de abril de 1987 por el Papa San Juan Pablo II, durante su visita al país.

En las tierras de Maipú han ido convergiendo con el tiempo distintas manifestaciones de religiosidad popular, íntimamente entrelazadas con el trasfondo histórico del lugar; una gloriosa batalla sostenida allí hace ya casi 200 años, nos dio nuestra independencia, y la sangre derramada por tantos valientes dejó fértil el campo, además, para que germinara un sentimiento de gratitud a quien fuera nuestra intercesora e inspiradora de aquel triunfo heroico.

No obstante, en este tiempo nuestro país está inmerso en un mundo verdaderamente desvertebrado por una masificación, o globalización como se le llama hoy con más embelezo, que ha ido horadando nuestra identidad nacional, nuestras costumbres, tradiciones, valores y principios que nos distinguían, y sometiendo a un nuevo tipo de colonización. Resulta difícil sustraerse a los efectos de esa marea que, encubierta aunque seductora, poco a poco nos va transformando en una masa amorfa e hipnotizada por aquel materialismo que serpentea a nuestro lado y lo arrastra todo a su paso. Y, desde las sombras, o no tanto, aprovechándose hábilmente de la situación, el marxismo y la masonería se van adueñando de la voluntad de muchos chilenos que, si no tontos, al menos útiles, ayudan a presionar la actividad política del país. La colonización ideológica que padece hoy nuestra nación, nos ha sumido en una cultura secular a la vez que contaminante con los antivalores que proliferan en muchos otros países y acarreado, asimismo, un profundo desinterés por volver la vista hacia arriba buscando una luz orientadora. Una pasiva tolerancia ante aquella argamasa de deslumbramientos frívolos e insustanciales, nos tiene marcados con esa despreocupada homogeneización.

Cómo no reflexionar en nuestros días, pues, sobre la histórica devoción mariana de Chile, cómo no tenerla presente en estos tiempos en los que “los hombres se encuentran privados de la dimensión trascendente de su existencia, viviendo como a tientas y en medio de tinieblas y sombras de muerte” tal como les advertía, hace ya varios años atrás, San Juan Pablo II a los obispos chilenos en una de sus visitas ad limina. Qué ciertas esas palabras de un santo. Y qué aplicables son a la situación actual que se vive en nuestro país.

Los chilenos debemos luchar por recuperar muchos de nuestros valores diluidos en un personalismo relativista y en la indolencia por la cosa pública; tenemos que retomar aquel legado de nuestros Padres de la Patria, sosteniendo y honrando nuestra tradición mariana. Solo así seremos capaces de enfrentar, como ellos lo hicieron hace dos centurias, un enemigo esta vez diferente y enmascarado, resistir ese narcótico que ha ido aletargando en nosotros la inclinación natural por cultivar el espíritu.

Mañana deberemos elegir un nuevo Presidente de la República que nos gobernará por los próximos 4 años. Esta elección será, ciertamente, una inmejorable oportunidad para demostrar nuestro patriotismo y enfrentar una nueva amenaza a nuestra tan cara independencia, que se vislumbra ahora semi oculta en ideologías fracasadas estrepitosamente en otras partes del mundo. Que sea el pueblo de Chile entero el que sienta en su corazón el palpitar de aquella devoción a nuestra Reina y Patrona y, poniéndonos confiadamente en sus manos, seamos capaces de sobreponernos a esa indiferencia y apatía ante materias trascendentes y de altísimo interés nacional, votando por mantener incólume nuestra libertad. La identidad que tenemos como país cristiano, bien merece el esfuerzo por preservarla ante los crecientes embates de un artero Partido Comunista que, enyuntado con una sagaz y disimulada masonería, pretenden ser los próximos conductores del país y roer así los pilares de nuestra independencia. Este domingo 17 de diciembre, la Virgen del Carmen defenderá, nuevamente, a este pueblo jamás vencido.