Colón el “genocida”

Luis Luque | Sección: Historia, Política, Sociedad

La policía de Nueva York, normalmente ocupada en atajar la delincuencia común y en vigilar que no asome la cabeza el terrorismo, tiene un nuevo cometido: custodiar la estatua de Cristóbal Colón en Columbus Circle, 24 horas al día, los siete días de la semana. Al Almirante, que permanece sobre su pedestal desde 1892 gracias al auspicio de la comunidad italoamericana, le ha surgido un enemigo: la corrección política, y ahí va un par de agentes para protegerlo, vallas metálicas de por medio.

Para cierta izquierda local, la palabra “genocida”, esa que se aplica con absoluta propiedad a tipos como Hitler, Stalin o Mao Zedong, le viene como anillo al dedo al genovés, por lo que se entiende que es hora de desmontar monumentos –si previamente mancillados, mejor– y de quitar fechas de celebración del calendario. Así, a los golpes con bates de béisbol a sus estatuas, a los lanzamientos de pintura, a las airadas protestas contra el personaje histórico, se le suma que varias ciudades han transformado el “Columbus Day”, que se celebra el segundo lunes de octubre –cercano al 12, día de su llegada a tierras americanas– en otras celebraciones más reivindicativas, como el “Día de los Pueblos Indígenas”.

Habrá que decir que lo del “genocida Colón” quizás se pase un poquito. El Descubridor, cierto, no fue precisamente un santo. De hecho, en contubernio con su hermano Bartolomé, tomó la decisión de vender indios como esclavos para asegurarse un dinero extra, pero los Reyes Católicos, cuya idea era ampliar la nómina de súbditos con gente libre y evangelizada, le pararon los pies.

¿Cuántos genocidios ordenó el italiano? Cero. A finales del siglo XV y presuntamente desde hacía ya muchos siglos, las únicas masacres que se daban en América eran las que organizaban pueblos como los aztecas, cultural y tecnológicamente superiores a otros de su entorno que, o bien eran esclavizados por aquellos, o bien pagaban un tributo en sangre en espantosos rituales. Según nos recuerda María E. Roca Barea en su Imperiofobia y leyenda negra, los aztecas “pasaban buena parte del año cazando gentes en las tribus vecinas para sacrificarlas en festivales que duraban tres meses y en los que se mataban entre 20.000 y 30.000 personas cada año”. Los pueblos subyugados no estarían particularmente contentos con la perspectiva de quiénes serían los próximos en caer desollados desde una pirámide, lo que posibilitó que los no más de 500 españoles fraguaran una alianza con ellos –los europeos eran muy pocos para derrotar a decenas de miles de guerreros– y juntos fueran contra los de Moctezuma.

Colón, por supuesto, no estuvo por todo aquello –había muerto unos 15 años antes–, pero su figura ha venido a ser, en el imaginario de la progresía y de algunas vertientes del indigenismo americano, la raíz del mal posterior (no del bien, por supuesto). Las escenas inmortalizadas en los grabados de Theodor de Bry, que muestran a los conquistadores españoles despanzurrando indios, vendiendo sus trozos en el mercado y asando a los niños en la parrilla, mitos claramente adjudicables a la mala prensa sobre España que tanto le interesaba propagar a los Países Bajos y a Inglaterra, descansarían todas en el “pecado capital” del Almirante: haber puesto el pie en América.

Solo que, si seguimos esta trastabillante dialéctica de anclar todas las desgracias presentes a un único punto del pasado más remoto, la culpa habría que buscarla incluso no en Colón, sino… en el sultán turco Mehmet II. El navegante genovés no tenía intención de descubrir absolutamente nada: solo quería dar la vuelta para llegar a China y a la India, enriquecerse lo más que pudiera, y ya Dios diría. Como el monarca otomano había tomado Constantinopla y bloqueado la ruta más directa, había que probar el “desvío” por el oeste, y fue así que don Cristóbal se topó con aquellos territorios inexplorados. ¿Por qué entonces, ya que vamos de repartir culpas, no endilgárselas todas al belicoso Mehmet, sin cuyas pendencias Colón quizás habría acabado apaciblemente sus días en Génova, rodeado de sus encanecidos colegas de petanca?

“¡Pero eso fue hace 500 años…!”

Las arremetidas contra Colón vuelven de año en año, cada vez que se acerca un aniversario del encuentro de ambos mundos. Si en España algunos antisistema exigieron infructuosamente en 2016 que se retirara la estatua que lo recuerda en el puerto de Barcelona, en América Latina, gracias a los arrebatos folclóricos de algunos políticos de tinte izquierdista, el personaje ha sido tradicionalmente uno de los chivos expiatorios por cuanto suceso negativo o política fallida tenga lugar en esas tierras.

En Venezuela, por ejemplo, el fallecido Hugo Chávez calificó en 2009 al genovés de “jefe de una invasión” y, al desmantelar un monumento suyo en un parque caraqueño, aseguró que tener uno allí “sería tan injustificado como colocar un busto de Hitler en Berlín”. Cuando el presidente venezolano murió en 2013, tras ejercer el poder durante 14 años, su país seguía atrapado en un modelo económico monoproductor, basado en la extracción y venta de petróleo, que el chavismo no modificó en lo esencial y del que hoy se observan sus tristes resultados. Pero la culpa, con seguridad, es de Colón…

En el norte del continente, entretanto, los ataques contra esta figura histórica son más recientes. Con una población aborigen bastante más hostigada por británicos y norteamericanos que la de la América hispana, no han sido tan frecuentes los reclamos contra el Almirante. Hasta ahora, que se han juntado varios factores: de un lado, los fuegos que aviva la administración del presidente Donald Trump contra determinados colectivos de inmigrantes (los mexicanos en primer lugar) y su percibida equidistancia respecto de grupos supremacistas y de activistas por los derechos civiles. De otro, la martillante tendencia revisionista de todo el acervo histórico-cultural que ha llegado a nuestros días, que pretende juzgar el pasado remoto según criterios del presente.

Lo interesante, sin embargo, es que la mayoría de los monumentos hoy atacados han estado ahí por decenas de años, cuando no por más de un siglo, sin que nadie se sintiera agraviado por ellos. Es, pues, casi desternillante el sobrevenido celo con que algunos, animados por sensibilidades cada vez más frágiles y con un olfato muy fino para olisquear cualquier atisbo de ofensa, quieren marcar distancias con los horrores y errores del pasado. Las estatuas de Colón y las de otros personajes contradictorios de la historia americana ya son viejas, ¡pero ahora es que los inquisidores más furibundos parecen haberse enterado de la ejecutoria de esos personajes! Sucede como en el viejo chiste del indio que abofeteaba a un español en Ciudad de México: ante el atropello, un transeúnte le preguntó por qué lo hacía.
¡Pues porque estos gachupines mataron a Cuauhtémoc!”.
Pero eso fue hace 500 años…”.
¡Sí, pero yo me enteré hoy nomás!”.

El dedo acusador, no contra todos

Llama la atención, por otra parte, la selectividad que muestran los nuevos perseguidores. Colón va a dar al mismo saco que los generales confederados del sur esclavista, y asimismo va, sin distinción alguna, fray Junípero Serra, fundador de misiones en la zona de California y maestro de los indios, a los que transmitió, además del Evangelio, conocimientos y técnicas de agricultura. De fray Junípero, la directora del California Indian Museum, Nicole Myers-Lima, descendiente de la etnia Pomona, dijo en 2015 que había sido responsable del “tratamiento letal y brutal a los indios de América”, olvidando que la pesadilla para los nativos tuvo lugar durante la Fiebre del Oro californiana (1848-1855), y que fueron los mineros y colonos estadounidenses quienes formaron milicias para fustigarlos.

Hay, sin embargo, figuras de la historia estadounidense que merecerían más reprensión que don Cristóbal, y no participan del jaleo actual. Si, por ejemplo, se le aplicaran semejantes criterios depuradores a sitios como el Monte Rushmore, en el que están labrados sobre el granito los rostros de George Washington, Thomas Jefferson, Theodore Roosevelt y Abraham Lincoln, habría que limar pacientemente la montaña o al menos cubrirla con una gigantesca lona.

Veamos: el padre de la independencia americana tuvo esclavos y solo accedió a que se les otorgara la libertad una vez que murieran él y su esposa; Jefferson fue otro esclavista consumado, y Lincoln –ante cuyo memorial Obama dio algún que otro discurso– manifestó en 1858 no estar “en modo alguno a favor de la igualdad social y política de las razas blanca y negra (…), ni del matrimonio interracial”. En cuanto a Roosevelt, su historial de intervenciones bélicas en América Latina (Cuba, República Dominicana, Panamá) le valió que Darío le dedicara un poema en el que le advertía: “Tened cuidado. ¡Vive la América española! Hay mil cachorros sueltos del León Español”.

Pero no engañarse: Roosevelt seguirá tranquilo en el Monte Rushmore, didáctico en un episodio de Los Simpson y con ganas de divertirse en una comedia de Robin Williams, retratado, más que con indulgencia, con franca admiración. Así como Washington y Lincoln continuarán observando con severidad, desde los billetes verdes, a los entusiastas “correctores morales” de la Historia. A estos, entretanto, les será factible no ser demasiado rigurosos. O habrá que derribar la Casa Blanca, en parte edificada con mano de obra esclava; y el Arco de Triunfo parisino, que nombra algunas victorias-masacres del ejército napoléonico; y demoler el Coliseo romano, y quitar cada bloque de piedra de las pirámides aztecas, y así, ad infinitum.

Luego, una vez que se alcance la justicia perfecta, todos, los neoinquisidores estadounidenses y latinoamericanos, y aun este escribidor caribeño, evaporémonos discretamente. Que sin el “pecado original” de Colón, no seríamos exactamente quienes somos, ni estaríamos aquí para hacer el cuento.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Aceprensa, www.aceprensa.com.