¡Vade retro Estado!

Gastón Escudero Poblete | Sección: Política, Religión, Sociedad

El Evangelio de la Misa del domingo 3 de septiembre nos presentó el pasaje en que Jesús anuncia su Pasión a los discípulos y Pedro, escandalizado, lo conmina a evitarla. La respuesta de Jesús es seca, fulminante: “Quítate de mi vista, Satanás”. La expresión latina “vade retro Satana” es usada en el reverso de la Medalla de San Benito y en el ritual católico del exorcismo como manifestación de rechazo de aquel que nos invita a alejarnos de la Cruz.

El pasaje es, en un principio, desconcertante, no sólo por la violencia de la reacción de Jesús sino además porque poco antes había anunciado el primado de Pedro (“sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”) luego de que éste confesara “tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”. ¿Por qué este cambio en el trato que Jesús prodiga al apóstol? La explicación la da el propio Señor: “Tú piensas como los hombres, no como Dios”. Pedro no entendía aún que el camino de la Salvación pasa por la Cruz (años más tarde la viviría en carne propia) y, cualquiera sea el significado que ésta adquiera para cada persona, siempre consiste en aniquilar el apego a uno mismo para volcarse al bien de los demás y a la gloria de Dios, lo cual implica dolor, y mucho. Por eso agrega Jesús: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien pierda su vida por mi causa, la ganará”. En esto no hay grises, alternativas intermedias, salidas elegantes o transaccionales. La reacción de Jesús ante la actitud de Pedro así lo muestra.

La extensión del cristianismo por el mundo implicó la aceptación de esta verdad no sólo a nivel personal sino también como directriz para el orden social: para que haya justicia y paz en la sociedad las instituciones deben promover en sus miembros comportamientos que promuevan el bien de los demás o “Bien Común” −que es el bien material y espiritual de todos y de cada uno− y ello pasa por sujetar la conducta propia al cumplimiento de deberes con los demás. Por ejemplo, el cristianismo concibe al matrimonio como un conjunto de obligaciones por parte de ambos cónyuges entre sí y con los hijos, asumidas por amor. La aceptación de esta doctrina condujo a un cambio revolucionario en las sociedades paganas (primeramente la Europa precristiana) en que la unión entre hombre y mujer se caracterizaba por el sometimiento de la mujer al marido y sin los deberes involucrados en la fidelidad y la indisolubilidad. No es sorprendente entonces que la Europa cristiana, al aceptar el cristianismo, experimentara un desarrollo social, cultural y económico superior al de otras zonas del planeta.

Pero las cosas han cambiado y, a medida que las sociedades alguna vez cristianas abandonan el Evangelio, sus instituciones sociales han ido también abandonando el enfoque de los deberes para promover y reflejar la búsqueda del propio interés. La autoridad política, que bajo la influencia cristiana tenía como función procurar el comportamiento virtuoso de los ciudadanos (entiéndase también “cumplimiento de deberes”), ha pasado a ser concebida —y a concebirse a sí misma— al servicio de las así llamadas “libertades individuales”, eufemismo amplio en que caben aspiraciones legítimas como también afanes de satisfacción egoísta. Es el Estado moderno o democrático, versión contemporánea del becerro de oro fabricado por los hombres para procurar la adoración a sí mismos.

El Estado democrático ha venido a ser, como profetizó De Tocqueville, ese “poder inmenso y tutelar que se encarga en exclusiva de garantizar los goces de todos y controlar su destino… Le gusta que los ciudadanos lo pasen bien con tal de que no piensen en otras cosas. Se interesa de buen grado en su bienestar con tal de ser el único agente y árbitro del mismo. Mira por su seguridad, garantiza y cubre sus necesidades, facilita sus placeres, dirige sus principales asuntos, impulsa su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias y, si pudiera, les quitaría por completo la molestia de pensar y vivir”. Como el propio De Tocqueville aclaró, el hecho de elegir a su tutor les da a los ciudadanos la ilusión de ser libres creyendo conjugar dos pasiones opuestas: la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres.

Esta es la forma que presenta en nuestro tiempo la tentación de Pedro: la de un poder tutelar y consentidor hecho al gusto de los hombres, pero no el Hombre regenerado por la gracia del Bautismo, sino el hombre que se desentiende del designio de su Creador y se erige determinador (dueño, poseedor) del bien y del mal. Es una tentación tan antigua como la caída original pero nunca había alcanzado el refinamiento y atractivo del que está dotado el Estado democrático gracias a la capacidad que le otorgan sus recursos financieros y tecnológicos y al grado de elaboración de las ideologías que lo sustentan, resultado de siglos de pensamiento erróneo. Por eso no es extraño que muchos se hayan rendido ante su encanto, incluso quienes están llamados a recordar el valor de la Cruz (pensé en esto hace unos días al leer la declaración de un sacerdote católico en una entrevista: “no veo problema en el matrimonio igualitario”).

No nos engañemos, los tiempos no están para transacciones. “Los lugares más oscuros del infierno están reservados para aquellos que mantienen su neutralidad en tiempos de crisis moral”, dijo Dante. Cada uno de nosotros por sí solo no puede eliminar ni cambiar el Estado moderno, pero sí puede –y debe− resistirse a la pretensión de éste de guiar su vida. Y no se trata de rebelarse contra la legítima autoridad política, porque el Estado moderno hace rato dejó de serlo en muchas de sus actuaciones. Por eso, obedezcamos sus dictados cuando conviene al bien común pero, cuando ose manejar nuestras vidas, cuando nos diga cómo vivir el matrimonio y educar a nuestros hijos, cuando nos invite a satisfacer nuestras pasiones de maneras que repugnen al sentido común, cuando ensalce nuestros derechos con voz suave y dulce, cuando nos pida adorarlo a cambio de los placeres del mundo, cuando sus agentes nos pidan el voto a cambio de nuestra alma, nuestra respuesta debe ser, como la del Maestro, seca y fulminante: ¡VADE RETRO ESTADO!