Levantemos el corazón

Gastón Escudero Poblete | Sección: Familia, Política, Religión, Sociedad, Vida

Asumo que usted, estimado lector, siente al igual que yo, una inmensa tristeza por el fallo del Tribunal Constitucional que da luz verde a la ley de aborto. Desde el principio sabíamos que la causa era perdida pues “ellos” tenían los votos, sin embargo esta circunstancia no atenúa el dolor ante la certeza de que se promulgará la ley más injusta que se haya hecho realidad en Chile.

No es fácil aceptar que los contrarios a nuestra herencia cristiana hayan logrado imponer su menosprecio a la vida de los niños por nacer. Por eso me siento identificado con el lamento del salmista: “Prendieron fuego a tu santuario; ¡deshonraron tu propia casa derrumbándola hasta el suelo! Decidieron destruirnos del todo; ¡quemaron todos los lugares del país donde nos reuníamos a adorarte! Ya no vemos nuestros símbolos sagrados; ya no hay ningún profeta; y ni siquiera sabemos lo que esto durará”.

Sin embargo, hay algo de grandioso en nuestra pena. Y no lo digo a modo de consuelo barato al que aferrarnos, puesto que sé que la gravedad del hecho y los oscuros augurios que entraña para el futuro próximo no lo permiten. Pero así lo creo, y permítame explicar por qué.

Desde el principio, los partidarios del aborto tenían las de ganar: la cancha les era favorable (debido a la torpeza política del gobierno anterior). A pesar de ello, a lo largo de toda la tramitación del proyecto, los defensores de los niños por nacer desplegamos todos los medios a nuestro alcance para evitar que se convirtiera en ley. En los foros oficiales se hizo lo que se pudo: médicos y juristas asistieron a cuantas sesiones pudieron para argumentar en contra, tanto en el Parlamento como en el Tribunal Constitucional (¡la exposición del doctor Jorge Becker en este último fue sencillamente notable!) y, llegada la hora de votar, los parlamentarios contrarios al proyecto cumplieron con su deber.

En los espacios públicos ocurrió lo mismo. Médicos se manifestaron en la Plaza de la Constitución dejando sus delantales en señal de renuncia a cargos en hospitales públicos que implicaran involucrarse en la implementación de la eventual ley. Mujeres se vistieron de blanco para manifestarse en masa en el Templo de Maipú y frente al palacio de gobierno. Decenas de miles de personas de distintas confesiones religiosas nos reunimos en el centro de Santiago. Y en todos estos estos actos no hubo insultos ni destrozos, en estricta coherencia con nuestra oposición a un acto de violencia injustificada como es el aborto.

Las iglesias cristianas también se manifestaron. En 2011, en un acto conjunto que no creo tenga parangón en nuestra historia, sus representantes entregaron una carta al entonces Presidente Piñera y al Congreso haciendo valer su oposición a las iniciativas en materia de aborto y familia que ya en esa época eran promovidos por legisladores de izquierda y de derecha (“Carta acerca de los Valores Fundamentales sobre la Vida, el Matrimonio y la Familia”, de la Iglesia Católica, Ortodoxa, Organizaciones Evangélicas, Anglicana, Metodista Pentecostal y Pentecostal Apostólica). En cuanto a la Iglesia Católica en particular, en 2016 el Comité Permanente de la Conferencia Episcopal emitió un “Mensaje al pueblo de Chile” ante la aprobación en primer trámite del proyecto de la ley; en enero de este año publicó el documento “Nuestro compromiso por la vida del que está por nacer” ante la aprobación de la idea de legislar en el Senado; y el 21 de julio reiteró su rechazo luego de la aprobación definitiva (Documento “Con más fuerza que nunca, promovemos el valor de la vida”).

En el ámbito académico, universidades de inspiración cristiana realizaron seminarios y publicaron libros y documentos abordando el aborto desde distintas perspectivas, explicando por qué es siempre un error, no sólo para la víctima sino también para la madre y, por supuesto, para la sociedad. En diarios y revistas abundaron cartas y columnas de opinión de juristas, médicos, filósofos, académicos de distintas disciplinas, sacerdotes, laicos y personas variadas explicando −¡hasta implorando!− por qué no a la ley de aborto. También se denunció, contrariando el extraño silencio de los medios de comunicación, el tráfico de cadáveres y órganos fetales que se esconde detrás del aborto, como quedó demostrado en Estados Unidos en 2015 con el escándalo de Planned Parenthood.

¡Y cuánto se rezó! En las iglesias católicas se pedía a diario en las misas para que no prosperara el proyecto de ley. Cristianos, de distintas confesiones, rezaron todo este tiempo tanto a título personal como en jornadas comunitarias y en cadenas de oración.

En todas estas actividades y acciones fue conmovedora la esperanza con que los involucrados se movieron, escribieron, rezaron. Como si los promotores de la ley estuvieran actuando de manera racional y, por tanto, fueran permeables a los argumentos, se apeló siempre a su buena voluntad sabiendo que no la tenían (me hago responsable de esta afirmación), porque su postura no nacía de la razón: querían el aborto y punto, ya fuese por ideología, negocio, hedonismo, odio o simplemente estupidez. Y sin embargo, no faltó argumento por esgrimir, carta y documento por publicar, llamado por hacer, advertencia por realizar, manifestación por organizar.

Alguien podrá pensar: ¿y de qué sirvió todo ese esfuerzo? Respondo: de mucho. Por de pronto, todos quienes participamos en esta lucha crecimos como personas: no haberla dado hubiese permitido que el egoísmo y la cobardía ganaran espacio en nuestras almas, con el peligro de terminar pasándonos al lado equivocado (“Un poco más, y yo hubiera caído; mi pies casi resbalaron”, reconoce el salmista). Otra razón: se dejó testimonio, lo que además de contribuir a la confirmación en los principios suele traducirse en nuevos adeptos aunque muchas veces no se vea. Otra, “lo que hacemos en esta vida resuena en la eternidad” (así dice Máximo a sus tropas antes de iniciar la batalla en la película “Gladiador”); con esto quiero decir que nuestra lucha ha quedado grabada en letras de oro en ese Otro Mundo en que nada queda oculto y todo se sabe. La última razón que mencionaré (aunque puede haber más) es que no siempre, pero sí a veces, en la derrota se siembra la semilla de la victoria futura, aunque no sepamos cuándo ni cómo germinará; de esto la historia de Chile nos da lecciones.

Por tanto, estimado lector, no nos dejemos abatir por la pena. Levantemos el corazón porque hicimos lo que pudimos pero Dios, en su infinita sabiduría, ha permitido la aparente derrota de nuestra causa porque de ella sacará un bien mayor, como al final entiende el salmista: “Yo estuve lleno de amargura y en mi corazón sentía dolor, pero era un necio que no entendía… Me has tomado de la mano derecha, me has dirigido con tus consejos, y al final me recibirás con honores”.