Matrimonio “gay”: el verdadero debate

Hernán Corral Talciani | Sección: Familia, Política, Sociedad

El día viernes 30 de junio de 2017, mientras participábamos en un conversatorio sobre si debe admitirse legalmente el matrimonio entre personas del mismo sexo en la señorial sala del Senado del antiguo edificio del Congreso Nacional, se supo que en el Parlamento alemán se había dado hace pocas horas el mismo debate y que finalmente se produjo una votación en la que por mayoría (393 vs. 226) se impuso la idea favorable hacia su legalización. La Canciller Ángela Merker votó en contra por entender que la Constitución alemana protege únicamente el matrimonio entre un hombre y una mujer. Es posible que la cuestión sea llevada al Bundesverfassungsgericht, el Tribunal Constitucional Federal alemán. Respecto a Chile, el representante del Ministerio de Justicia anunció en el conversatorio que el gobierno espera ingresar a la Cámara de Diputados un proyecto de matrimonio para personas del mismo sexo durante el mes de agosto próximo.

En nuestra exposición intentamos, más que abogar a favor de una u otra exposición, tratar de esclarecer cuál es el núcleo de la controversia, que nos parece no siempre se advierte con nitidez. Los medios han reemplazado la expresión “matrimonio homosexual” o, –lo que es más correcto–, matrimonio entre personas del mismo sexo por la terminología impuesta por los movimientos pro derechos gay de “matrimonio igualitario”, que ya en sí misma lleva la asunción encubierta de que el matrimonio tradicional sería “discriminatorio”. En el mismo sentido, el afiche del conversatorio mostraba una marcha con un gran cartel con la leyenda “Ama y deja amar”.

Pareciera, entonces, que estuviéramos discutiendo un problema de aplicación del principio de igualdad ante la ley, de modo que algunos pensarían que la diferencia en el derecho a acceder al estatuto legal del matrimonio entre personas heterosexuales y homosexuales no sería arbitraria sino justificada, mientras que otros sostendrían que se trata de una diferencia injusta y discriminatoria. Por nuestra parte, pensamos que esta forma de plantear el debate escamotea y disimula una cuestión fundamental que es previa y necesaria para que se pueda resolver la cuestión de quiénes pueden acceder al matrimonio. Esa cuestión previa es justamente qué es o qué debe ser el matrimonio como institución jurídica y social.

Si entendemos el matrimonio únicamente como una relación de amor, una unión afectiva, un proyecto de vida en común entre dos personas, entonces es evidente que si se niega el estatuto matrimonial a las parejas conformadas por personas del mismo sexo, se estará discriminando, es decir, estableciendo una barrera de entrada que no se justifica por el propósito y objeto de la institución.

En cambio, si concebimos el matrimonio como una relación amorosa y afectiva pero que se especifica por su orientación a la procreación y a la crianza y educación de los hijos que se generen de la unión, entonces las reglas de acceso de la institución son justas y razonables si tienen en cuenta tal propósito, y quienes no las cumplan no pueden considerarse discriminados.

Pongamos un ejemplo: si quisierámos conformar un coro polifónico debemos seleccionar personas que sean afinadas, tengan buen oído para la música, tengan algún registro de voz necesario para conseguir el propósito del coro. Si alguien es horriblemente desafinado y tiene oído de tarro, deberá ser excluido, y nadie diría que esa exclusión haya sido arbitraria o discriminatoria.

Si el matrimonio es entendido como una institución orientada a los hijos, es totalmente comprensible y más aún exigible que sólo puedan casarse hombres con mujeres, porque mediante la unión de sus cuerpos pueden obtener descendencia y luego devenir en padres y madres de los hijos que sean generados en esa unión. Aquí las personas con orientación homosexual no son excluidas. Un hombre gay puede casarse con una mujer lesbiana o heterosexual, y vice-versa. En suma, frente a este concepto de matrimonio: unión de hombre y mujer que tiene por fin la procreación, están en las mismas condiciones de acceso todas las personas, tanto heterosexuales, bisexuales u homosexuales.

La mayor parte de las alegaciones a favor del llamado “matrimonio igualitario” soslayan este punto de partida, y dan por asumido que el concepto de matrimonio ha cambiado, y se reduce sólo a una unión de dos personas que se aman y quieren vivir juntos. Si partimos de esa base no hay duda que se incurre discriminación al exigir que se trate de personas de distinto sexo, ya que las personas del mismo sexo también pueden amarse y querer vivir juntos.

Por eso, el fallo de mayoría de la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso Obergefell (Obergefell v. Hodges, de 26 de junio de 2016), redactado por el juez Anthony Kennedy, antes de determinar si las leyes de los estados que exigían que el matrimonio fuera entre un hombre y una mujer violaban la Constitución, hace un recorrido histórico de la institución matrimonial, y constata que ella ha ido evolucionando de diversas maneras, de manera que hoy debería ser comprendida como manifestación de la autonomía individual que permite crear “un vínculo duradero por el cual dos personas unidas pueden encontrar otras libertades como expresión, intimidad y espiritualidad”, que “responde al temor universal de estar solitario y pedir ayuda sin que nadie escuche” y “ofrece esperanza de compañerismo y comprensión, así como la seguridad de que mientras ambos vivan, habrá alguien para cuidar al otro”. Con razón, hace ver el voto disidente del juez Roberts, al que se adhirieron los jueces Scalia y Thomas, que en toda la evolución histórica más que bimilenaria del matrimonio siempre ha sido entendido como un consorcio entre hombre y mujer orientado a los hijos, de modo que sostener que el matrimonio puede ser contraído por personas del mismo sexo, no es un nuevo cambio en la evolución de un mismo concepto, la sustitución de un concepto de matrimonio por otro esencialmente diferente: los jueces de la mayoría, se arguye, cuando relatan los diversos cambios que ha sufrido el matrimonio a través de su dilatada historia, no advierten que ninguno de ellos “transformó la estructura básica del matrimonio como unión entre un hombre y una mujer”.

Lo mismo podríamos comprobar con la ley chilena: actualmente el art. 102 del Código Civil chileno, define el matrimonio como “un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, procrear y auxiliarse mutuamente”. Si se legislara permitiendo casarse a personas del mismo sexo, habría que reformar esta definición, y sacar no sólo lo de “un hombre y una mujer”, sino también el fin de “procrear”, con lo quedaríamos con este concepto de matrimonio: “un contrato solemne por el cual dos personas se unen actual e indisolublemente y por toda la vida, con el fin de vivir juntos y auxiliarse mutuamente”. Si observamos que todos los que propician este concepto de matrimonio están de acuerdo con que el matrimonio se disuelva cada vez que se haya extinguido el afecto y el deseo de vivir juntos, la definición debería quedar como “un contrato solemne por el cual dos personas se unen con el fin de vivir juntos y auxiliarse mutuamente”.

Nótese el parecido con la definición que da la ley Nº 20.830 para el Acuerdo de Unión Civil: “un contrato celebrado entre dos personas que comparten un hogar, con el propósito de regular los efectos jurídicos derivados de su vida afectiva en común…”.

Podríamos graficar, entonces, el nervio de la polémica diciendo que algunos sostienen que se debe mantener el concepto de matrimonio que da el Código Civil, mientras otros defienden que ese matrimonio debería suprimirse y reemplazarse por un concepto de matrimonio equivalente al de la unión civil. La ley Nº 20.830, entraría a reemplazar la ley Nº 19.947, la Ley de matrimonio Civil, para lo cual bastaría sustituir la expresión “acuerdo de unión civil” por “matrimonio” y “conviviente civil” por “cónyuge”.

No nos detendremos en dar argumentos de por qué debería preferirse uno u otro concepto de matrimonio para efectos de las funciones del Derecho de Familia, pero sí nos gustaría que se reflexionara sobre las consecuencias jurídicas de adoptar este nuevo matrimonio-unión civil.

Curiosamente, si cambiamos el concepto de matrimonio y lo basamos en la mera relación de vida afectiva en común no hay razones jurídicas para exigir que se trate de dos personas. Para nadie es un misterio que ya hay movimientos que reivindican las llamadas uniones poliamorosas. Las personas que desean convivir en grupos de tres o más, podrían reclamar que su modelo de familia estaría siendo discriminado, y que no los estamos dejando “amarse” como ellos quieren. Alegarán que el matrimonio bipersonal no es realmente “igualitario” porque se les excluye a pesar de que cumplen los requisitos exigidos para casarse: tienen vida afectiva en común (pluripersonal).

Pero más aún, como ya el matrimonio no tendría finalidades procreativas, también aquellas parejas que desean vivir en un hogar común pero sin mantener sexo, las que podríamos denominar uniones amicales, también podrían con razón alegar que se les excluye injusta y discriminatoriamente del estatuto de favor que tiene el matrimonio. En efecto, dos personas amigas pueden querer vivir juntos y compartir un hogar. Esto se ve mucho en la realidad social chilena, cuando se trata de personas mayores que han quedado solas y se juntan para apoyarse mutuamente. Adviértase que ya ahora podrían, pensamos, celebrar un acuerdo de unión civil, puesto que cumplen todos los elementos que se exigen en la definición: dos personas que comparten un hogar, con el propósito de regular los efectos jurídicos derivados de su vida afectiva en común. Su vida afectiva no tiene connotación sexual, pero la ley no lo exige, basta que haya afectividad de la clase que sea. ¿Acaso no deben ser iguales ante la ley todos los amores?

Y así, con un poco más de esfuerzo imaginativo, podríamos concebir otras formas de uniones de personas que también cumplirían con este concepto de matrimonio basado en la afectividad. Por ejemplo, que una persona tenga dos matrimonios con personas diferentes. No se trata del poliamor, porque aquí nos ponemos en el caso de que una persona vive en un hogar con una y en otro hogar con otra. También podría darse una unión entre dos personas del mismo o diferente sexo, pero que no desean tener relaciones sexuales entre sí si no con terceros. También la vida en común puede ser entendida de una manera elástica sin que se exija la convivencia en un mismo lugar, y podrían darse uniones, no con camas separadas, sino con casas separadas, incluso en distintos países. No faltarán los que sostengan que es también “vida afectiva en común” mantener comunicación amorosa regular a través de las redes sociales, y el matrimonio podría ser similar a aceptar ser amigos en facebook.

Se dirá que estamos exagerando y poniéndonos en supuestos que son absurdos y ridículos. Pero eso es una mera descalificación y lo que se esperaría serían razones fundadas y argumentadas por las cuales se justifique por qué podrían excluirse dichas figuras como formas de matrimonio si se va a consagrar como nuevo concepto de esta institución uno que se basa en una mera relación fáctica de afectividad. Lo que estos ejemplos prueban es que si los que sostienen el nuevo concepto de matrimonio fueran intelectualmente rigurosos y coherentes, deberían aceptar que todos ellos cumplen con las exigencias que se propician para obtener el reconocimiento legal como relación matrimonial.

En resumen, lo que debemos debatir no es la igual dignidad y de trato de las personas cualquiera sea su orientación sexual, sino qué concepto de matrimonio vamos a consagrar como eje de la familia en el sistema jurídico.

Al mismo tiempo, debiera convenirse en que optar por un concepto de matrimonio desprovisto de finalidades objetivas como la complementariedad sexual y la apertura a la procreación, conlleva necesariamente una pérdida del sentido de la institución del matrimonio y de la preferencia con que la considera el sistema jurídico.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog Derecho y Academia, https://corraltalciani.wordpress.com.