Los requisitos de las democracias

Max Silva Abott | Sección: Política

Para muchos, la democracia representativa como forma de organización política, es una auténtica panacea, al punto de considerarla un fin en sí mismo: lo importante es así estar en democracia, no lo que se logre gracias a ella. Y casi esperan que como por arte de magia, se solucionen todos los problemas de una sociedad y el futuro de la misma esté asegurado.

Sin embargo, pocas cosas se encuentran más alejadas de la realidad que esta absurda creencia. Y ello se debe a que al igual como ocurre con las instituciones públicas y el mismo Estado, las democracias están constituidas por personas, razón por la cual somos nosotros quienes le transmitimos nuestra propia forma de ser, querámoslo o no.

Dicho de otra manera: la democracia como forma de organización política tiene una serie de presupuestos o requisitos que descansan, en última instancia, en la calidad moral de los sujetos que la integran. Lo cual es lógico, puesto que al tratarse de una institución humana, es imposible que ella pueda sustraerse a nuestro modo de ser (que se convierta, por decirlo de algún modo, en una instancia “semidivina”), lo que explica que por mucho prestigio que tenga, a su sombra se puedan y se hayan cometido atrocidades sin nombre.

De esta manera, la democracia requiere de una mínima cualidad moral de sus integrantes –un modo de pensar y de obrar acordes entre sí y con la misma democracia– que se manifieste, entre otras muchas cosas, en una honestidad y solidaridad mínimas. En consecuencia, si queremos que el sistema funcione, los ciudadanos que participan en él deben ser sinceros y realistas en las pretensiones que defienden, pues los absurdos y las estupideces siguen siendo absurdos y estupideces por mucho que sean vociferados por una mayoría. Y además, se requiere de un mínimo sentido de solidaridad, que lleve a sus miembros a tener en cuenta antes que sus intereses particulares, el bien del todo, el llamado bien común, requisito indispensable para cualquier sociedad y no perjudicarlo con sus pretensiones.

Sin estos y otros elementos, la democracia se convierte en una máscara que sólo aparenta legitimidad y se transforma en un vehículo para las pretensiones más ruines y bajas de las que el ser humano es capaz.

Por eso, en una época en que los ciudadanos tanto se quejan –y con razón– de la actuación de sus gobernantes, en particular de la clase política, exigiéndoles una idoneidad moral mínima para desempeñar los cargos que ocupan (que en último término, debieran ser cargas), sería muy bueno que aplicaran este baremo con ellos mismos, pues mal que mal, la caridad comienza por casa y el éxito de este sistema político depende del comportamiento de todos sus integrantes.

Sin embargo, me temo que en muchos casos, y nuestro país no es la excepción, las actuales democracias se han convertido sólo en una careta para legitimar las pretensiones más descabelladas y egoístas, que han olvidado por completo el bien común de la sociedad a la que debieran servir. Todo lo cual muestra una vez más que la clave de todo somos nosotros mismos, los seres humanos de carne y hueso. Ello, ya que como sin nuestra existencia no sería posible la democracia, el efecto no puede ser más que la causa.