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Intromisión indebida del estado

No hay mayor anhelo para todo padre y madre que entregar a sus hijos una educación de calidad. Esta es la máxima herencia que les podemos dejar, entendiendo que la formación es la principal herramienta de la que dispondrán para desarrollarse como personas.

Elegir el proyecto educativo en el que queremos que nuestros hijos se instruyan era, hasta ahora, una decisión que en la mayoría de los casos se circunscribía a la esfera íntima de la familia. Algo que es de toda lógica, considerando que es el futuro de ellos el que está en juego cuando adoptamos tal determinación. Sin embargo, este derecho está siendo conculcado por causa de la Ley de Inclusión impulsada por el Gobierno de Michelle Bachelet, que le permite al Estado ingresar sin autorización al living de nuestras casas y despojarnos de esta atribución.

Esta es la realidad que se está viviendo en el norte del país, donde un número significativo de colegios ha debido abandonar el sistema subvencionado por no poder ajustarse al nuevo marco normativo, el cual les exige la compra de la infraestructura donde funcionan, mediante onerosos créditos bancarios avalados por el Estado. Así, mientras el debate público se aboca a sacar a la banca de la educación superior, este Gobierno ha creado un nuevo crédito bancario, esta vez a costa de la educación escolar. Un CAE 2.0 pagado con la subvención escolar.

Pero el asunto no termina ahí. La Ley de Inclusión trae escondida entre sus artículos transitorios una “letra chica” poco conocida. Esta señala que si durante la vigencia de este CAE se destina más del 30% de los ingresos anuales del colegio a pagar dicha deuda, el sostenedor pierde el derecho a la subvención escolar y el colegio es intervenido por el Estado mediante un Administrador Provisional. Estas condiciones ponen en riesgo la viabilidad y estabilidad de los proyectos educativos en el largo plazo.

Las imposiciones inmobiliarias y de administración de la nueva ley provocarán el término progresivo de la educación particular subvencionada, obligando a muchos establecimientos educacionales a cerrar o a transformarse en particulares pagados. Con el consiguiente impacto para miles de familias que deberán buscar un nuevo recinto para sus hijos, ya sea porque el colegio en el que estaban no continúa funcionando, o sencillamente porque no pueden pagar el aumento de la mensualidad de una institución privada. Cada colegio que cambia de régimen afecta, en promedio, a más de mil familias.

Debido a esto, muchos padres y apoderados han debido iniciar una verdadera travesía por reinsertar a sus hijos al sistema educacional. Peregrinaje que tiene un agravante, ya que con la nueva Ley de Inclusión, optar a la mayoría de los colegios ya no dependerá del mérito, o del aporte adicional que las familias puedan hacer, sino que de una azarosa tómbola. Es decir, a un proceso que en sí mismo es estresante, el legislador le agregó una cuota mayor de incertidumbre y riesgo.

Lo más inquietante de todo esto es que la intromisión del Estado en la esfera íntima de las familias parece no tener límites, como se observa con el proyecto de ley de Identidad de Género, donde una vez más se pretende reducir el irrenunciable rol que tenemos los padres en la formación de nuestros hijos.

Como sociedad debemos defender enérgicamente ese derecho, o de lo contrario el Estado no solo se instalará en el living de nuestras casas, sino que el próximo paso será ingresar a nuestras habitaciones.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, www.ellibero.cl.