Rusia 1917: ¿una revolución inevitable?

Enrique Brahm | Sección: Historia

Cuando en febrero de 1917 abdicaba Nicolás II, poniendo fin al imperio de los zares, Lenin se encontraba en el exilio en Suiza; Trotski, en Estados Unidos, y Stalin estaba deportado cerca del círculo polar Ártico. No tuvieron ninguna participación en la revolución y se vieron sorprendidos por ella. La verdad es que hasta la misma Guerra Mundial el Imperio Ruso se veía muy sólido. Si los franceses hubieran sospechado que estaba a punto de derrumbarse no se habrían aferrado a él como su principal aliado, haciéndole cuantiosos préstamos, recursos que nunca recuperarían luego que los bolcheviques se consolidaron en el poder. Y si los alemanes declararon la guerra, fue por temor al poderío del «oso» ruso que había movilizado sus tropas a fines de julio de 1914.

Tan sólida se veía la monarquía y tan lejos de caer, que sus enemigos internos, los distintos partidos revolucionarios, desde hacía varias décadas, desesperanzados ante la evidente ineficacia de las vías políticas, se habían volcado a los atentados terroristas como principal medio de acción.

La revolución no fue algo necesario e inevitable, como a veces se señala, y tampoco lo fue el que en ella terminaran por imponerse los bolcheviques.

Rusia era un país de contrastes, un estado multinacional, dominado por una pequeña élite europea, con una población mayoritariamente campesina, en la que predominaba una pobreza de dimensiones asiáticas, con un régimen de gobierno autocrático que cerraba a la población toda participación política. Desde el cambio de siglo estaba azotado por revueltas campesinas, huelgas obreras y conflictos étnicos, pero estos problemas se hubieran podido solucionar con una serie de reformas y si el Zar hubiera actuado con decisión. Pero Nicolás II, con su debilidad, falta de sentido político y su concepción patrimonial del Estado, lograría que, en medio de las penalidades extremas que sufría la población en medio de la Guerra Mundial y las derrotas de sus tropas que se sucedían en el frente, se unieran contra él desde los conservadores y sus mismos generales, hasta los políticos de extrema izquierda, los que en medio de violentas protestas populares terminarían por conseguir su abdicación.

Con ello desaparecía el vínculo que mantenía unido a ese gigantesco imperio lleno de contradicciones y se iniciaría un acelerado proceso de desintegración: los campesinos se toman las tierras de la nobleza; los obreros, las fábricas, se desata un movimiento centrífugo de las minorías nacionales y comienza la disolución del ejército. Frente a ese panorama, el Gobierno Provisional que asumió el poder, integrado por representantes de los distintos partidos de la Duma, y enfrentado además a los «soviets» revolucionarios, se vio sobrepasado. Esa situación es la que aprovecharían los bolcheviques para lanzarse al asalto del Estado.

«Desde las guerras campesinas alemanas de la Edad Media –había escrito Lenin–, pasando por los movimientos de 1848, 1871 y 1905, vemos una serie de ejemplos de cómo una minoría, mejor organizada y armada y con un objetivo claro impone su voluntad a la mayoría y la vence«. En el vacío de poder dejado por la revolución de febrero solo podían triunfar los que dispusieran de las armas. Estas estaban en manos de los bolcheviques, los que, pese a ser una minoría, lograron con sorprendente facilidad conquistar el poder en el mes de octubre.

No derribaban el zarismo, sino al gobierno pluralista que lo había sucedido. Eran una minoría, pero estaban mejor organizados, actuaban con decisión y no tenían escrúpulos para hacer uso de sus armas incluso frente al socialismo mayoritario que no lograba imaginarse la posibilidad de que los comunistas pudieran gobernar en solitario.

La falta de legitimidad política y democrática sería sustituida por el terror. «¿De verdad, creen ustedes que podemos triunfar sin recurrir al más cruel terror revolucionario?«, señalaría Lenin. «¿Para qué necesitamos un Comisariato de Justicia?, agregaría. Llamémosle mejor Comisariato de Exterminación Social y con eso basta«. Ya en diciembre de 1917 se creaba la Cheka y estaban a la vista los cientos de miles de muertos que vendrían.

Así como nadie pudo prever el derrumbe del zarismo, nadie se imaginaba que en medio de esa orgía de violencia, que se extendería por décadas, tomaba forma un gobierno de partido único que se mantendría en el poder por más de 70 años y que daría origen al comunismo internacional.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por  El Mercurio de Santiago.