Por una reforma mistraliana de la educación chilena

Grupo Veintiuno (*) | Sección: Educación

En medio del debate sobre la educación que ha vuelto a salir a la palestra de cara a las próximas elecciones presidenciales, los abajo firmantes creemos necesario reconocer como una gran tarea pendiente de Chile el estudio y valoración del pensamiento pedagógico de Gabriela Mistral. Una reforma a la educación no puede ignorar el legado de la mujer que más aportó –desde la sala de clases y desde su prosa– a la enseñanza en Chile. Hoy vemos con preocupación que, entre tantos expertos y soluciones de nuevo cuño, los pensamientos pedagógicos de Gabriela Mistral parezcan más bien una “curiosidad literaria” del pasado, y ella misma, una “intrusa” en este debate, cuando en educación –como ella lo recalcó– los verdaderos intrusos son “los que enseñan sin amor y sin belleza, en un automatismo que mata el fervor y traiciona a la ciencia y al arte mismo”.

En 1918, Gabriela Mistral fue nombrada profesora de castellano y directora del Liceo de Punta Arenas, y debió enfrentar el desafío de dirigir un establecimiento educacional con innumerables carencias. Esta urgencia de tareas no le impidió, sin embargo, comprender qué era lo esencial. Supo que su trabajo no era simplemente derribar tabiques e instalar salas, sino “cambiar métodos”, “mudar el alma, no las tablas del colegio”. Hoy, al preguntarnos por una educación que se centre en la calidad del aprendizaje, ¡cuánta actualidad tiene para nosotros este llamado a levantar y forjar el alma, antes que edificios y otras materialidades!

Asimismo, nos resulta ejemplar su comprensión del profesorado. De sus escritos se desprende una visión casi sagrada del oficio de enseñar. Para su pensamiento, el profesor no es un gestor ni un facilitador, ni menos un técnico de la educación; el profesor es un maestro y su misión es trascendente: “Acuérdate que tu oficio no es mercancía, sino que es servicio divino”, nos dice, y: “Piensa en que Dios te ha puesto para crear el mundo del mañana”. En estas reflexiones, nuestra pensadora muestra una visión ética y espiritual profunda; una noción de Dios que trasciende lo confesional y las diferencias de los credos: “La enseñanza de los míos es tal vez la forma más alta de buscar a Dios; pero es también la más terrible en el sentido de la tremenda responsabilidad”. Estas palabras pueden hallar una nueva comprensión en el contexto de las búsquedas espirituales del siglo XXI.

En “Pasión de enseñar”, libro recientemente publicado que reúne su pensamiento pedagógico, asoman algunos pilares que debieran estar en el fondo de cualquier discusión sobre la educación: el amor, la belleza y el oficio. A veces, nuestra maestra Gabriela Mistral es categórica: “Ama. Si no puedes amar mucho no enseñes al niño”, y nos invita a recordar que “toda lección es susceptible de belleza”. Además, es directa a la hora de señalar que un verdadero profesor no se hace por su título, sino por el oficio amado; incluso se atreve a denunciar que muchas veces el nombre de profesor “no expresa sino una pretensión insolente, ni siquiera una aspiración ardorosa”.

Ojalá que los futuros programas de gobierno y las políticas educacionales de nuestro país pudiesen recoger los pensamientos de esta aguda y valiente pensadora, quien buscó tan incansablemente la belleza para Chile. Una mujer excepcional que se gestó en nuestra lengua y en nuestra tierra. ¿No será hora de seguir, como país, las huellas de esta magnífica poeta, para quien el oficio de enseñar era “una de las más altas poesías”? Recorrer con ella el camino hacia lo esencial, mientras resuena en nuestros oídos una de sus tantas verdades: “Según como sea la escuela, así será la nación entera”.

Notas:

(*) Los firmantes de la carta son: Jorge Acevedo, Cristián Arregui, María Teresa Cárdenas, Otto Dörr, Pedro Gandolfo, Cecilia García Huidobro, Abel González, Cristóbal Holzapfel, Juan Pablo Izquierdo, Miguel Laborde, Patricia May, Pedro Murtinho, Ernesto Pfeiffer M., Sergio Sagüez, Gastón Soublette, Juan Subercaseaux, Cristián Warnken, Cazú Zegers.

Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.