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¡Oh Capitán, mi Capitán Prat!

Se suele presentar la arenga a sus hombres antes de comenzar el combate y el salto al abordaje del Huáscar como las acciones más representativas del heroísmo de Arturo Prat. Pero a mí me subyugan los segundos posteriores al abordaje y previos a su muerte. Me imagino al capitán caminando por la cubierta del buque enemigo buscando el puente de mando para dar muerte a su comandante, única posibilidad de victoria y por tanto objetivo planteado antes del combate. Durante esos segundos Prat se vio y se sintió solo: el único marino que pudo alcanzar con él la cubierta del Huáscar, el sargento Juan de Dios Aldea, fue herido de inmediato.

¿Qué pensó Prat mientras caminaba hacia el puente de mando del Huáscar? Desde el inicio la opción de triunfo era casi inexistente, por lo que la decisión de presentar pelea fue en extremo valiente. Hasta entonces Prat era un marino de treinta y dos años cuya brillante carrera le auguraba un futuro promisorio, casado con una mujer a la que amaba sinceramente con la cual tenía dos hijos pequeños. Es decir, tenía mucho y la vida parecía prometerle aún más. Ahora, sobre la cubierta del buque enemigo, ve inminente no sólo la derrota sino además la muerte que le arrebatará todo lo que tiene y lo que habría podido tener; incluso, tiendo a creer que la visión del poder del enemigo le hacía presagiar la derrota final de su país en la guerra, de acuerdo con lo que muchos de sus compatriotas pensaban; es decir, tanto sacrificio por nada. ¡Nada!

¿Tenía sentido su sacrificio? ¿Qué ganaban la Patria y su familia con su muerte? ¿Por qué no se rindió en ese momento? Habría salvado su vida y era una posibilidad real puesto que el noble Almirante Grau ordenó a sus hombres capturarlo vivo, y como difícilmente se le podría haber reprochado la rendición bajo tales circunstancias, salvaba también su honor. Pero no lo hizo. ¿Por qué? Me imagino que en esos momentos el valiente capitán sintió y creyó que había fracasado en todo menos en la fidelidad a su sentido del honor, el cual consistía en ponerse al servicio de una causa más alta: la Patria y, por ésta, Dios.

Frente a la evidencia de una realidad contraria a toda esperanza humana, Abraham se fía de Dios con la certeza de que el Señor cumplirá sus promesas”, ha dicho recientemente el papa en su catequesis dedicada a la esperanza cristiana. “Abraham creyó contra toda esperanza y no flaqueó su fe”, dice san Pablo. Precisamente por esto fue grato a Dios. En otra escala, así fue también el “hágase” de María ante el anuncio de que sin conocer varón concebiría al Hijo de Dios. Es lo que ocurre con los mártires: cuando las circunstancias humanas son contrarias, cuando parece que todo está perdido, hacen un último acto de esperanza y fe total por el que se unen a Cristo en su Pasión, el Cual, clavado en la Cruz, en el límite de sus fuerzas físicas y espirituales, humillado hasta la desnudez, sintió el fracaso completo: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Precisamente por esto, a pesar de las apariencias, en el momento final los héroes –los verdaderos héroes− no están solos: están con Aquel que ha vencido al mundo.

Tolkien muestra alegóricamente este drama humano en “El Señor de los Anillos”. Gandalf, Aragorn, Frodo y sus compañeros elaboran un plan para luchar contra Sauron, a pesar de que éste tiene todo a su favor y su victoria parece inevitable. “Nunca hubo mucha esperanza” dirá Gandalf en algún momento. El mismo Frodo, camino a la Montaña del Destino donde debe destruir el anillo, confiesa que ya no tiene esperanza, pero continúa. Hacia el final de la historia, Gimli dirá “cuando todo está perdido llega a menudo la esperanza”, y entonces Aragorn y Gandalf guían a los guerreros de Gondor y Rohan al país de Sauron para desafiarlo a pesar de que sus fuerzas son absolutamente insuficientes para derrotarlo, con el solo el argumento de distraerlo para ayudar así a Frodo ‒de quien no se sabe si está vivo‒ ante la remota posibilidad de que esté cerca de la Montaña del Destino. Una derrota casi segura y final.

En muchos casos el sacrificio de los héroes, especialmente de los anónimos, pareciera no rendir frutos en este mundo sino en el Otro. En algunos otros, se traduce en victorias humanas. La resistencia de la Esmeralda permitió la victoria de la Covadonga sobre la Independencia, el más poderoso buque enemigo, y el ejemplo de Prat despertó en sus compatriotas el ánimo por participar en una guerra hasta ese momento impopular. En alguna medida su “derrota” sembró la semilla de la victoria final, a lo que se debe sumar el bien que su ejemplo ha inspirado en muchos chilenos desde entonces aunque, por supuesto, nada de esto fue previsto por él cuando daba sus últimos pasos por la cubierta del Huáscar.

Pero en todos los casos, los héroes nos dan una lección. Si vemos, estimado lector, que la chabacanería, la inmundicia y los vicios lo inundan todo y que nuestra honestidad es como una gota de agua en un océano; si la opción política que creemos ser la mejor para nuestra Patria no parece tener posibilidad de triunfo; si los medios de comunicación cacarean lo políticamente correcto contradiciendo el sentido común y la tradición; si los odiosos de siempre detentan el poder y logran imponer sus proyectos; si parece que todo está perdido −y aunque lo esté−, aún nos queda el honor que nadie nos puede arrebatar porque se funda en la fidelidad a Lo más alto. Y no estamos solos porque, unidos a Él, ganamos la Eternidad y sembramos en este mundo la semilla del triunfo de nuestra causa, aunque no lleguemos a verla germinar.

Por eso, perseveremos en el objetivo que nuestra razón nos ha mostrado y mantengamos firme la voluntad en su consecución. Y, con el tiempo y la energía que nos quede, recordemos los hermosos versos de Whitman:

O Captain! my Captain! our fearful trip is done,
the ship has weathered every rack,
the prize we sought is won
.

(¡Oh Capitán mi Capitán! nuestro espantoso viaje ha terminado,
la nave ha salvado todos los escollos,
hemos ganado el premio que anhelábamos)