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La amistad no es legal

Desde el 2011 los políticos y los empresarios han hablado hasta el cansancio de la “crisis de confianza” que afectaría al país, augurando negras tormentas que agitan los aires si es que no se reacciona a tiempo. Y aunque esta hipótesis tiene varias lecturas, una de las más populares entre sus expositores es la de una crisis de la civilidad. Es decir, una degradación de los vínculos sociales que entorpece y a veces imposibilita el flujo armónico de capitales, ideas y personas.

Sin embargo, estando casi todos de acuerdo en que recuperar un estándar básico de civilidad es lo mínimo necesario para buscar una salida del atolladero, son pocos los políticos y los empresarios que parecen comprender lo que su propio diagnóstico les exige, y los actos y actitudes que deben adoptar para ponerse a su altura.

Lo primero que parece no estar claro es si el estándar de la civilidad es superior o equivalente al de la legalidad. Muchos parecen convencidos de lo segundo. Es decir, que la recuperación de la confianza perdida pasaría por mantenerse dentro de los márgenes de la ley. A ello, por ejemplo, han apelado los gremios de la construcción para justificar los megabloques o los congresistas para justificar sus megasueldos.

Esta confusión entre legalidad y civilidad lleva, por supuesto, a profundizar el problema. Y es que la civilidad tiene que ver justamente con hacer un uso responsable y criterioso de las libertades otorgadas por la ley. Y si bien eso no significa predicar las purezas –que tienden a devenir en patíbulo– sobre las que hoy se encaraman algunos en el Frente Amplio, sí significa que no puede apelarse a la ley como criterio de evaluación moral de las propias acciones. Después de todo, lo que se debe hacer para cultivar cualquier amistad –en este caso la amistad cívica– siempre excede al mínimo legal: se trata, en vez, de gestos gratuitos que cultivan una reciprocidad. El nuevo fideicomiso de Piñera –que requiere todavía ser auscultado en sus detalles– podría ser un buen ejemplo en este sentido, luego del error cometido la primera vez.

Lo segundo que se echa de menos es un espíritu más republicano en la confrontación de las diferencias. Esto no significa evitar la crítica o la discusión, sino la descalificación, los insultos y la humillación del adversario. Lo más repelente de la voluntad retroexcavatoria de la Nueva Mayoría era su tono de soberbio y avasallador desprecio por sus opositores. Y le haría un gran bien al debate público que ese tipo de actitudes fueran desalentadas y atajadas en las elecciones que enfrentaremos ahora.

En el caso de la centroderecha, que debería buscar ser un ejemplo de esto en sus primarias, ello demanda que Piñera, que correctamente busca encarnar un espíritu de unidad y visión de Estado, abandone, en consecuencia, sus llamados maniqueos a elegir entre “el bien y el mal” en las presidenciales. Y también que Ossandón, que siempre ha mantenido un tono correcto respecto al gobierno, asuma el mismo estándar respecto a su propio sector político, en vez de alternar energuménicas salidas de madre y peticiones de disculpa.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.