La ideología de la gratuidad

Carlos Williamson | Sección: Educación, Política, Sociedad

Uno de los “aciertos” mediáticos de este gobierno, con una perceptible dosis de populismo, es haber instalado la “ideología” de la gratuidad, una suerte de creencia absolutista que, llevada al extremo como se ha hecho en Chile, acaba por falsificar la realidad. El caso más patente es la educación. La educación parvularia y escolar es un derecho consagrado en nuestra Carta Fundamental, donde ha habido consenso en que, por su naturaleza de bien público, es prioritaria y, por tanto, un deber del Estado ofrecerla gratuitamente. No así con la educación superior, en que jamás estuvo presente la idea de universalizar ese derecho mediante una gratuidad para pobres y ricos. Y la razón era doble. Un bien social puede ser un derecho, sin duda, pero dicha condición no obliga al Estado, en todas circunstancias, a financiarlo; por ejemplo, si quien goza de ese derecho, una familia pudiente, puede pagarlo. Tampoco es justo que el Estado financie sin límites la educación superior de quienes se apropian privadamente de muchos de sus beneficios, que luego perciben al egreso mediante mayores ingresos laborales. Habiendo tantas y tan urgentes necesidades sociales insatisfechas que el Estado debe atender, es un engañoso e injusto compromiso universalizar la gratuidad. En consecuencia, en el Chile de hoy cobrar por la educación superior no es un pecado social, sino, en innumerables casos, un acto de justicia; es declarar sin eufemismos que la realidad es más dura que los sueños de un puñado de ideólogos.

Por eso, en la batalla de las ideas es necesario restablecer nuevamente la “idea” de que parte de la ayuda del Estado a los estudiantes con necesidades socioeconómicas se hace por medio de becas. La Nueva Mayoría Mayoría estigmatizó la beca como un resabio neoliberal y elitista, en circunstancias de que no “es” otra cosa que una subvención del Estado que incluso “puede llegar a ser” gratuidad. ¿Cuándo? Cuando a la condición de reconocido mérito se le agrega alta vulnerabilidad. Es decir, lo uno con lo otro. ¿Por qué entonces cambiar un lenguaje que hacía todo sentido, como así lo entendió la precandidata Bachelet en 2013 cuando, con candorosa reacción, confesó que no era justo que el Estado pagara la educación de su hija, si ella podía hacerlo? Simplemente, porque los movimientos sociales más radicalizados comenzaron a exigirlo.

En esta era de la posverdad, seguir prometiendo gratuidad universal, un paraíso que en nuestra tierra no existe, es alimentar una falacia. Es cierto que el discurso público se ha atemperado debido a la estrechez fiscal. La bandera ideológica se tiñó de realismo político. Pero ese mismo realismo debiera hacer reflexionar a los legisladores. Sería una insensatez bajar la guardia y marcar a fuego esta falsa promesa de gratuidad universal en la futura ley de reforma a la educación superior.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Segunda.