Exhibicionismo

Juan Manuel de Prada | Sección: Sociedad

Uno de los fenómenos más obscenos y característicos de nuestra época lo constituye, sin duda, el exhibicionismo de sentimientos y emociones que tradicionalmente se habían mantenido alejados del escrutinio público; y cuya manifestación ostentosa se hubiese considerado hasta, hace poco, degradante. Así, vemos a famosetes de la más diversa índole airear sus podredumbres de alcoba en los programas de máxima audiencia; vemos a los politicastros soltar lagrimillas en las ruedas de prensa; vemos a gentes anónimas proclamar en sus muros de feisbu sus desgracias más vergonzantes. ¿Cómo se explica este fenómeno indigno?

El individualismo aciago destruyó las formas de vida auténticamente comunitarias, que eran las que garantizaban que las expansiones de la intimidad hallasen el cauce adecuado. Pues, en efecto, nada necesita tanto el ser humano como hacer partícipe de su intimidad a otro: necesita que el amigo conozca sus secretos, necesita que el consejero conozca sus congojas, necesita que la persona amada conozca sus defectos, necesita que Dios conozca sus pecados. El ser humano necesita, en fin, que alguien descienda con él hasta las profundidades de sí mismo, alumbrándolas, apaciguándolas, abrigándolas en medio de la noche. Para compartir su intimidad los hombres se reunieron en torno al fuego; para compartir su intimidad entablaron coloquio; para compartir su intimidad acudieron al confesionario. Pero el individualismo infundió al hombre la insensata y quimérica convicción de que su intimidad le pertenecía en exclusiva, que él sólo se bastaba para ‘gestionar’ sus emociones, para domeñar sus sentimientos, para perdonar sus pecados; y que del fermento de ese individualismo brotaría un hombre más fuerte y confiado, como el vino brota del fermento del mosto.

Naturalmente, se trataba de una patraña monstruosa. Todo hombre necesita liberar su intimidad, encontrando para cada confidencia al destinatario idóneo. Pero, encerrado en la concha de su individualismo, monarca absoluto de su intimidad, el hombre se asfixió pronto con los vapores mefíticos que desprenden las emociones que fermentan, los sentimientos que se pudren, los pecados que se gangrenan. Y entonces esa intimidad que ya no encontraba los cauces de desahogo sano y discreto que propiciaba la vida comunitaria se tornó patológica: primero buscó expansiones caricaturescas que supliesen la figura del amigo, el consejero o el confesor, sentándose en el diván del psicoanalista; después, cuando comprobó que el psicoanalista no bastaba para sanar su herida, perdió por completo el decoro y necesitó exhibirse ante propios y extraños, en un ejercicio grosero de afirmación. Perdida la esperanza de sanar su herida, el hombre contemporáneo no puede reprimir el anhelo indigno de mostrar los humores fétidos que destila, la purulencia y gangrena que la corrompen. Y puesto que ya nadie puede curarle, puesto que su dolor se ha tornado inconsolable, el hombre contemporáneo busca al menos que alguien que pasaba por allí lo aplauda y jalee, lo haga “sentirse” acompañado. Y hemos entrecomillado “sentirse” porque, naturalmente, ese sentimiento será un puro espejismo, puesto que la verdadera compañía la perdimos al aceptar los halagos del individualismo y renunciar a la vida comunitaria.

Y allá, donde ya no hay vida comunitaria que encauce nuestra intimidad hacia las personas que sabrán curarla cariñosamente, es inevitable que el exhibicionismo se convierta en regla. Ya nadie nos puede redimir de aquella quimera individualista que nos aseguraba que podríamos ser monarcas absolutos de nuestra intimidad. Y, entre síntomas de asfixia vital, necesitamos exhibir de forma cada vez más desmesurada y extravagante nuestros sentimientos, necesitamos exponer de forma cada vez más vehemente y ruidosa nuestros pecados, necesitamos airear de forma cada vez más histérica y estridente nuestro desconsuelo. Al abrazar el caramelito envenenado del individualismo, renunciamos al prójimo que podía hacer inteligible nuestra intimidad; y ahora ya sólo nos resta ladrar como perros rabiosos en la plaza pública, proclamando a los cuatros vientos nuestras miserias, esperando la limosnilla de una palmadita en la espalda o un emoticono en feisbu.

Pero estas expansiones grotescas, como las limosnillas que recibimos, no curarán nuestra herida, que seguirá gangrenándose, porque ya nadie osa descender con nosotros a las profundidades de nuestra intimidad.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por XL Semanal, www.xlsemanal.com.