El pararrayos

Fernando Villegas | Sección: Política, Sociedad

Nunca ha habido un período de conflicto social y político o de “transformaciones profundas” que tarde o temprano, cuando las pasiones entran en hervor y comienza la fase de los dientes rechinantes y los puños cerrados –para no decir nada de los “robos de madera” que investiga S.E.– que no aparezca una institución y/o persona que, cualesquiera sean sus méritos o desméritos, opere como un target claro, visible, al alcance de la rabia, adecuado pararrayos para concentrar toda la tensión que se ha cargado y anhela descargarse. La tragedia o a veces comedia consiste en que dicha condición de cercanía no equivale necesariamente a una de relevancia. En el proceso de independencia de las colonias americanas de la metrópolis británica el pararrayos que descargó las furias fue una insignificancia, un nuevo impuesto al té; en la revolución francesa los rencores de siglos que dieron el puntapié inicial al protagonismo de los “sans culottes” se descargó por primera vez –habría luego muchas otras ocasiones– en una prisión de mala muerte, la Bastilla, donde ese 14 de julio había sólo tres detenidos; en 1914 el odio de los nacionalistas serbios contra el Imperio Austro-Húngaro se expresó matando al archiduque Franz Ferdinand, precisamente el heredero al trono que se aprestaba a hacer reformas. Y en Chile el malestar de trabajadores que han experimentado y experimentan vidas de estrechez, frustración y resentimiento está siendo descargado contra las AFP, paradójicamente, de entre todas las instituciones privadas o públicas que afectan la vida de los chilenos, las que más han entregado beneficios tangibles, como lo comprueba quienquiera estudie su cartola y haga unas simples cuentas en vez de oír las consignas acuñadas por Mesina y otros operadores políticos disfrazados de dirigentes sociales. Un alienígena de visita podría suponer que las rabias iban a encontrar un mucho más plausible blanco en el sistema de salud público, el cual acumula colas y déficits monstruosos merced a una gestión de incompetencia monumental; podría asumir que las marchas enfurecidas son para fustigar la corrupción que ha hecho presa de la clase política e incluso, según parece, de la totalidad del aparato público local y central, desde municipios con 600 o más funcionarios fantasmales cobrando sueldos a dichosos jubilados con pensiones exorbitantes, asesorías truchas de combatientes analfabetos pero voraces, reparticiones con empleados cuyas cónyuges exhiben súbitas fortunas, alcaldes en cana por robo, funcionarios policiales, incluyendo altos oficiales, metiendo las manos en todos los cajones y un largo etcétera de desbarajustes a costa del bolsillo de la ciudadanía. Pero no. Las furias marchantes, los gritos enfurecidos, las pancartas en llamas se dirigen precisamente contra y donde hay menos razón para hacerlo como si, en los llamados movimientos sociales, imperara un profundo y oculto deseo de autodestrucción.

La razón

No es difícil entender esa incoherencia. Los mecanismos que afectan la vida de las personas son a menudo recónditos, complejos, fuera del alcance de la vista del ciudadano de la calle y/o también se basan siquiera parcialmente en falencias personales que nadie quiere reconocer ni recordar ni evaluar. Es preferible siempre –típico rasgo humano– culpar a terceros que reconocer la participación propia en la creación y desarrollo del problema. Y en cualquier caso, se sea del todo inocente o no, siempre es más cómodo y fácil asumir que la culpa es de quien se nos dice es el causante de todo. “¡El fue!” es la prédica estentórea proviniendo del púlpito político que pone las anchas avenidas de la historia a disposición del respetable público para que marche y evacue su odio. En breve, anhelamos un objeto tangible en y con el cual cobrarnos venganza y nunca nos va a faltar el activista a sueldo que, muy amable, nos lo señale con el dedo. Nadie está muy interesado en hacer un frío examen de los complejos factores que producen tales o cuales efectos nefastos para nuestras vidas; dejamos siempre eso a los académicos de la próxima generación porque lo que queremos es una víctima propiciatoria AQUI Y AHORA.

Esa tendencia a culpar al empedrado que, cuando es expresada por un individuo aislado, es motivo de risa, tema de comedia o chiste de los Tres Chiflados, en tiempos convulsos y cuando la manifiesta una gran fracción de una entera comunidad se convierte en un nada de gracioso estallido de rabia irracional y muy destructiva, partiendo por destruir a quienes lo manifiestan. Hay siempre en la historia una fase cuando el raciocinio pierde su por demás escasa capacidad de controlar a la masa y aparece en triunfo Su Majestad la Locura; hay un momento trágico en que dicha muchedumbre no desea pensar en nada sino darse el gusto de cobrarse lo que supone se le debe; hay un lapso de delirio furioso en que se desata el progrom, el linchamiento, el vandalismo, el saqueo, la pateadura o al menos la gritadera histérica. ¡Qué importa si el objeto es culpable o no! Hay una rabia a flor de piel y hay, al alcance del puño apretado, un rostro al cual golpear.

¿Espontáneo?

Estas cosas no son siempre espontáneas y en verdad a menudo son planeadas y luego gatilladas por quienes desean hacer uso de ese tsunami de ira para sus propios fines. Desde sus autos de lujo, desde sus oficinas bien alhajadas, desde sus sedes partidistas, desde sus universidades ya ordeñadas y exprimidas, desde sus salas de plenario y desde sus reuniones entre cuatro paredes hay quienes calculan cuál pueda ser el blanco más oportuno, cuándo vocearlo, en qué momento azuzar a la plebe y de qué manera usar el resultado para obtener poder. Como dijo alguna vez Allende a unos periodistas de su sensibilidad, la tarea que les compete no es dilucidar la verdad, sino promover la revolución. Del mismo modo pero de manera mucho más intensa y persistente actúan los azuzadores del presente. La verdad es lo de menos; lo que digan las cifras importa poco; lo que señale la lógica vale hongo; lo que interesa es NUESTRA VERDAD, absoluta, total, omnímoda, ante la cual todos deben someterse. Y para esos efectos siempre es bueno contar con la fuerza bruta de quienes han sido convertidos en brutos.

Catálogo

¡Cuántas operaciones de esa clase no hemos visto en estos dos miserables años! ¡Con qué descaro más de uno de los sumos sacerdotes a cargo de esta suerte de misa negra lo han confesado desde sus altares! Ahora ya lo sabemos: no se trataba de una educación “gratuita y de calidad” sino de reducirla a la condición sofocante, mediocre, niveladora para abajo e irremediablemente chanta que brinda el Estado. Para eso sirvieron los nenes que marcharon poniendo los ojos en blanco y dando pasitos de baile; para eso se liquidó a los colegios de calidad, “emblemáticos”; para eso se busca “sacarles los patines” a los talentosos; para eso se mantiene incólume un gremio de profesores incapaz de evaluar otra cosa que no sean los aumentos salariales. Y para cada una de estas iniciativas se ha contado con una masa hipnotizable con un par de tontos eslóganes. Tan exitosa fue la avivada de cueca que se ha visto a padres celebrando las tomas y saqueos de sus hijos por mor de la Gran Lucha. Se pregunta uno cuándo comenzarán las quemas de libros.

Pero queda aún mucho más a lo cual pasarle la retroexcavadora. La demolición apenas ha empezado. Hay, nos dicen, que profundizarla. Hay que “continuar la obra”. Hay que hacerse cargo del “legado”. Y para lograr todo eso, afirma Elizalde, flamante presidente del PS, hay que “mostrar generosidad”. Ya sabemos cómo se traduce esa piadosa frase: tirar al tarro de la basura las candidaturas que no prenden y sumarse sin muecas de asco a la de Guillier. Ahí está la papa. Ahí están los votos. Ahí está la supervivencia, compañeros.

¿Y qué hará Guillier, de vencer? Hará lo único que puede hacer: continuar “echándole pa’ elante”. Las leyes que regulan estos procesos son implacables: lo que se anunció y prometió ha de cumplirse o la horda furiosa cambiará de target.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.