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Complejidad y dispersión de lo jurídico

En los últimos 30 años, el sistema jurídico se ha ido transformando en un laberinto difícil de dominar. Nuestro país ha recogido el influjo de diversas corrientes, que no sólo han ampliado la estructura del Estado, sino que inspirado la interpretación (aplicación) que los jueces hacen de la ley. Los tribunales especiales han proliferado desordenadamente, y la institucionalidad administrativa se ha hecho engorrosa e intrincada. Lo que señalamos no es inocuo. Un sistema legal (compuesto por normas de diversa jerarquía) funciona en la medida en que la población conoce las reglas de conducta que le son exigibles (realización espontánea del derecho) y las acata en forma voluntaria. Si tal no ocurre, resulta imposible sostener la existencia de un «Estado de Derecho«.

Cabe preguntarse si la población, salvo los especialistas, tiene nociones del sistema tributario, la normativa ambiental, aduanera, financiera, laboral, municipal, previsional, etcétera. Agréguese a lo anterior la continua modificación de las leyes, muchas de las cuales se rectifican o complementan a poco de su entrada en vigencia, y la proliferación de los órganos públicos. De aquí que el primer paso para darnos un ordenamiento jurídico eficiente sea simplificar y unificar las diversas ramas del derecho, haciendo que, a lo menos, todos los imperados estén en situación de comprender los principios e instituciones fundamentales de las actividades reguladas en la ley.

Este postulado es difícil de lograr, porque debería insertarse en una profunda renovación del Estado, que no puede seguir extendiéndose de modo inorgánico, provocando un elevado costo casi imposible de sobrellevar por los cada vez más agobiados contribuyentes. En Chile, el aparato estatal se ha transformado en un monstruo de mil tentáculos, que obstruye la iniciativa privada y se muestra incapaz de asegurar el cumplimiento de las leyes. La Región de La Araucanía y el proyecto minero Dominga dan claro testimonio de lo que digo.

Es fácil constatar que ninguno de los numerosos precandidatos a la Presidencia se ha hecho cargo de este problema, sin siquiera vislumbrar su importancia para un futuro gobierno. Se sigue pensando que la sola dictación de una ley puede remediar las deficiencias que nos afectan, en circunstancias de que, como lo hemos visto, en especial en el último tiempo, la ley se burla con frecuencia porque entre ella y la realidad social hay un abismo insalvable. Examinar los resultados del nuevo procedimiento penal o el control financiero de los organismos públicos da una justa proyección de esta anomalía.

Como si lo anterior no fuera suficiente, la mayor parte de las áreas productivas se han judicializado, transfiriéndose a los tribunales decisiones que no les corresponden e instando a los jueces a asumir funciones políticas que les son ajenas. Probablemente el mejor ejemplo de lo que digo sean las dificultades por las que atraviesan las instituciones privadas de salud (isapres), que deberán enfrentar más de 200 mil recursos en el presente año. Hay otras tareas en que el quebrantamiento del mandato legislativo es consecuencia ineluctable de una normativa confusa y divorciada del quehacer ciudadano. Entre ellas, destaca la participación política y su financiamiento irregular. Dígase lo que se quiera, pero lo cierto es que las maniobras destinadas a financiar a los partidos y no a enriquecer a sus dirigentes no merecen impugnarse con excesiva severidad, mucho menos cuando, en no pocos casos, o no existe o existe escaso perjuicio fiscal, susceptible de repararse por otros medios. Desde hace algún tiempo a esta parte, las campañas electorales se dan más en los estrados judiciales que ante las tribunas de opinión pública, y todos sabemos quiénes se aprovechan de estos recursos al amparo de una publicidad malsana.

Finalmente, no es posible negar el rol de las redes sociales (fruto del desarrollo tecnológico) que, en lugar de elevar el debate y el intercambio de ideas y proyectos, se prestan para denostar y vaciar el odio que subsiste en una parte de la población. Ellas son un buen termómetro para medir la perversión de fracasadas doctrinas disociadoras que siembran el descontento y la rebeldía. Chile ha vivido horas muy amargas por obra de la prédica revolucionaria y la movilización subversiva. Las nuevas generaciones no deben caer en esta trampa ni ser conquistadas con promesas irrealizables.

Nuestras muchas debilidades se han ido acumulando peligrosamente, amenazando la estabilidad necesaria para progresar. Resulta complejo enfrentarlas porque vivimos un deterioro institucional progresivo, que no puede frenarse con recetas demagógicas (populistas) que victimizan al ciudadano, promoviendo el rupturismo. Creemos que es hora de sopesar esta situación y abordar con coraje una solución efectiva y realista.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.