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Médicos enfermos

Crecí en medio del aura de grandeza que siempre se concedió en Chile al médico nacional. Llegar a serlo era una vía segura al ascenso social y económico. Si el título universitario hasta la década de 1980 era un bien que concedía estatus, ya que el acceso a la educación superior lo obtenían en más de un 90% solo los miembros de la élite, siendo, pues, un distintivo de clase, el título universitario de medicina era la jineta mayor dentro de esa jerarquía.

A ese halo de prestigio se sumaba la fundada convicción de que los médicos formados en Chile, principalmente en la Universidad de Chile y la Universidad Católica, recibían una educación de excelencia, a nivel de un país desarrollado, y, por lo mismo, un médico titulado en Chile no ejercía en Estados Unidos o en Europa solo porque no quería, ya que afuera «se los peleaban«. Las exigencias universitarias eran altas y algunos profesionales de la medicina hacían buenas carreras en centros hospitalarios europeos o norteamericanos y entre los docentes abundaban grandes maestros que marcaron con su pericia y humanidad a generaciones de galenos.

Era la edad de oro de la medicina chilena. Pero cabe preguntarse si acaso esa autoridad casi sacerdotal que irradia hasta nuestros días no sea ya sino una mera leyenda a la cual adherimos con la fe de un creyente ingenuo. Hoy existen en el país dieciocho universidades que imparten la carrera de medicina, lo cual no significa en absoluto una masificación y son conocidas las carencias sociales todavía subsistentes en nuestra patria, carencias que han dado lugar a un gran incremento de médicos extranjeros procurando curar a enfermos chilenos. Pero el tema de fondo no es de números, sino de calidad, y dentro de esa calidad, es esencial la humanidad del médico.

Me atrevo a aludir a este tema -corriendo el riesgo personal, estimado lector, que usted bien imaginará- porque la medicina y la salud no son responsabilidad solo de los médicos ni de las facultades de medicina. Es un asunto público.

Percibo que la medicina chilena atraviesa por una crisis que no creo obedezca a deméritos personales, sino a nuevas condiciones objetivas del ejercicio contemporáneo de esta noble tarea, condiciones que en muchos casos son universales. La extrema especialización está alcanzando grados monstruosos y el enfermo se ha atomizado como si el hombre no fuera una unidad compleja. La experiencia clínica se sustituye cada día más por una dependencia ciega de un examen que, a su vez, es interpretado por otro profesional. El sistema de salud tiende a considerar al enfermo menos como paciente que como cliente. Entre la experiencia del paciente y su lenguaje y la del médico y su jerga se abre cada día más un abismo de incomunicación. Me parece urgente empezar a buscar un remedio para este enfermo.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago