Las risitas de La Moneda

Fernando Villegas | Sección: Política, Sociedad

#01-foto-1-autorReírse abierta y públicamente de las malas cifras es, al parecer, la nueva estrategia comunicacional del gobierno. Es el modo de decir sin pronunciar palabra que les importa un comino el “qué dirán” y seguirán cascando con su programa de “transformaciones profundas”. Inauguraron el procedimiento la semana pasada, en jovial reunión de gabinete, comentando los bajos niveles de apoyo. Fue de ese modo, en medio de un alegre jolgorio, que esa festiva mañana las más altas autoridades del país dieron inicio a sus labores de gobierno. Habrá que esperar un poco más para constatar cuánto y cómo se reirá la ciudadanía de provincias a la vista del proyecto de “regionalización” sin regionalización aprobado por el gobierno con los votos a regañadientes de su coalición. Es una broma aun más divertida que la de las malas cifras, pero tal vez no la consideren tan graciosa.

La Moneda, que ha pasado ya por varias fases para encarar sus fracasos, ahora insinúa haber escogido el camino de las terapias de grupo, recurso psiquiátrico a la moda; puede también ser fruto de otro guión mediático evacuado por los deslumbrantes genios del segundo piso. Sin embargo y cualquiera sea su origen esas risas han tenido el mérito de inclinar a muchos ciudadanos a una seria reflexión acerca de cuáles son, en estos difíciles tiempos, no sólo los límites de la incompetencia sino también de la inconsciencia política, pero además dónde se encuentra la “barrera psicológica” –para usar el lenguaje de los periodistas– del desatino.

La respuesta tal vez sea que la inconsciencia y el desatino son tales precisamente porque no se dan cuenta de nada y por tanto no entienden de límites. No hay entonces barreras para las chambonadas. Y es de temerse, aunque no sea ya para asombrarse, que la inclinación a cometerlas aqueja con gran severidad y pésimo diagnóstico a la actual administración. No se trata principalmente de un problema de carencia de talento de tal o cual persona como algunos creen con a veces excelentes razones, porque, en verdad, esa penosa condición, la de haber siempre un insuficiente stock de IQ, es tan universal en los asuntos humanos de toda índole que por lo mismo no sirve para explicar los desaciertos particulares de tal o cual organización privada o pública. Se trata, aquí, de un caso de torpeza, arrogancia y “hubris” institucional, de los frutos de una eficaz organización cooperativa de la incompetencia forjada a lo largo de muchos años de militancia, de la avasalladora presencia de una ineptitud manifestándose en una escala grandiosa como nunca se había visto antes, tanta en verdad que está a punto de alcanzar el carácter de lo sublime.

Si en su origen hubieran sido efecto de simples fallas personales, como algunos insisten, podríamos darnos por satisfechos y sentirnos afortunados; las fallas puramente personales pueden, en el campo de la política, ser corregidas mediante el expediente de no elegir o siquiera no reelegir a quienes suelen compensar los excesos de su mucho activismo y excesiva verbosidad con las escaseces de su poca inteligencia o inexistente tino, pero cuando impone su férula un entero sistema de ideas y comportamientos más cercanos a la necedad que al sentido común, entonces el problema se hace masivo y en dicha condición aun quienes están levemente por encima del promedio terminan siendo hipnotizados y capturados por el cantinfleo imperante. La moda, sea del vestuario, las posturas o las ideas, es pegajosa y suele arrastrar en su alud a casi todo ser humano del montón, pero lo hace aun con más facilidad y fuerza cuando el seguir esa tumultuosa corriente resulta útil para sostener identidades en peligro y/o dejar de ver nuestras limitaciones. De ahí viene el popular y santificado “vox populi, vox dei”.

Morfina….

Es justamente eso, un caso fundacional de necedad colectiva, la enfermedad transversal y “ciudadana” que afecta al gobierno. Aun sus personeros mentalmente más sanos son hoy sus víctimas, pero, como ocurre con las plagas mortales, los contagiados no quieren saber que lo están y caen en la negación neurótica. Los menos reacios al ejercicio de pensar se dan cuenta de cómo el camino que transitan no es bueno y llevan las suelas de sus zapatos repletas de bostas, pero sospechan que no tienen un “Exit” a la mano y sólo les resta ponerles buena cara o mejor aun cara de risa a los malos tiempos y seguir adelante.

A veces uno se pregunta ¿cómo lo sobrellevan?, ¿cómo resisten ese pesado fardo? Desde la semana pasada ya tenemos conocimiento acerca de la muleta de turno, esta vez la función curativa de la risa, remedio infalible según aseguraba el Reader’s Digest. Luego de tantos traspiés nuestros gobernantes han ido superando una fase tras otra: primero anunciar “auditorías” para implícitamente endosarle todo desperfecto al anterior gobierno, luego ponerse colorados y/o negar sus patéticas hazañas, enseguida acudir en romería a ofrecer solidaridad a los o las ineptos (as) y hoy están desembocando, como los enfermos terminales, en la etapa en que no habiendo remedio se recurre al alivio que procura una gran dosis de morfina. Es entendible que nuestras autoridades al menos deseen que la crítica no los hagan sufrir. Es la razón por la cual el hilarante episodio de La Moneda fuera protagonizado no en cualquier circunstancia, sino como reacción a la enésima muestra de cuán bajas son sus cifras de aprobación. La inoculación de anestésicos y el endurecimiento del rostro suelen ser el modo de encarar muchos fracasos consecutivos. La desgracia en exceso a veces tiene la gracia de operar como milagrosa pócima transformando la vergüenza en desvergüenza y la hipocresía en cinismo. Por eso hemos visto llegar el día cuando la Presidenta y su gabinete inician su jornada haciendo comentarios desdeñosos acerca de las cifras que señalan su fracaso. Ojalá los náufragos del Titanic hubiera tenido la oportunidad de hundirse así, anestesiados y muertos de la risa.

El fenómeno no es tan raro: en el campo de batalla se ha visto a tipos destripados por el shrapnel riéndose a gritos de su desgracia. Ni en esto, entonces, nos han ofrecido algo que valga la pena. Mientras tanto márquese en el calendario cómo aquí, en Chile, en el Palacio de Gobierno, a comienzos de octubre de 2016 las autoridades de la República se dijeron en medio del desastre: “A mí me saludan afectuosamente en todas partes” o “¡Por Dios que es amplio el 15%…!” mientras algunos acotaban que les pasaba lo mismo en los supermercados

El refrán

#01-foto-2Si todo quedara en la anécdota de una mañana de jolgorio en La Moneda sería un asunto irrelevante. El incidente, sin embargo, aunque menor en sí mismo, refleja cuestiones más graves y serias porque se agrega a otras situaciones para configurar al final un cuadro consistente, a saber, el de un régimen que habiendo perdido toda esperanza de hacer las cosas bien junta filas y aprieta los dientes o suelta la risa para simplemente seguir avanzando con la esperanza de un milagro y/o por el imperio de una obsesión cada vez más cerrada –y cerril– de que el error es el de quienes no las entienden. En el trasfondo asoma su feo rostro la ambición de seguir a bordo como sea, navegando adonde sea, siquiera flotando como sea.

Es de lamentar que dicha alegría forzada y al borde de la histeria no rebase los muros de La Moneda. Y quizás la ciudadanía no esté de ánimo para esas bromas. Más aun, la puesta en escena de dicho desdén carcajeante se parece demasiado al espectáculo que suelen brindar en cualquier lugar público esas patotas de mocetones que no le han ganado a nadie, seres de pequeñas cabezas, pantalones a medio poto y gorras de béisbol con la visera hacia la nuca, tan iguales unos a otros en su aplastante mediocridad y tan notoriamente encaminándose a la nada que suelen inspirar lástima, aunque ellos creen, al contrario, que están impresionando y proyectando una imagen de Másters de la galaxia.

Es el momento cuando uno recuerda ese viejo refrán acerca de en qué clase de boca abunda la risa.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.