El candidato Garay

Gonzalo Cordero | Sección: Política, Sociedad

#06-foto-1-autorEl personaje del mes –tal vez del año– es Rafael Garay. Con asombro, hemos descubierto que se ajusta a la letra de esa vieja canción de Sui Generis que decía: “Él era un fabricante de mentiras, tenía las historias de cartón, su vida era una fábula de lata, sus ojos eran luces de neón”. Mucho se ha dicho de él y, seguramente, todavía queda mucho por descubrir, pero hay un aspecto que merece ser analizado un poco más: su fugaz paso por la política.

No sólo fue candidato a senador del PRO, ahora hemos sabido que también fue sondeado por RN.

Sería fácil subirse al carro de la crítica a la política y a los partidos, aunque hay una responsabilidad allí, pero la pregunta real es ¿por qué alguien como Rafael Garay llega a ser disputado para asumir una candidatura senatorial? No tenía trayectoria como actor político, vida partidaria, ni siquiera tenía filiación ideológica, tal es así que fue candidato de un partido de izquierda, pero pudo haberlo sido de cualquiera de derecha.

En la creciente desconexión de la política con el ciudadano y la pérdida de credibilidad de los grandes relatos, se ha incubado un proceso de sustitución de la racionalidad por una forma particular de emocionalidad: la entretención sensorial. En este nuevo mundo el político que la lleva no es el que sabe o tiene carácter, sino el que cae bien, el que es novedoso, diferente; en palabras de sesudos analistas se diría: “El que es capaz de conectar con las emociones de este nuevo Chile”. Nadie lo ha interpretado de una manera mejor y más simple que Fernando Flores con su eslogan de campaña: “Me tinca Flores”. Eso es suficiente, ni más ni menos.

Los atributos para ganar elecciones están completamente disociados de los que se requiere para gobernar, en el sentido más amplio de la expresión. Es lo que vemos en la competencia Lagos-Guillier, el expresidente despliega su visión del país, proyecta lo que debería ser Chile en los próximos 30 años, tiene opinión de cada tema relevante, pero se estrella con una muralla infranqueable: la bonhomía estética de su contendor, que “es tan natural, tan creíble, habla clarito y no es político” (obviamente no se trata comparar al senador con Garay).

El fondo del asunto es, al parecer, que la forma de distribución del poder que sigue siendo el resultado del pensamiento liberal del siglo XVIII y la organización de los estados nacionales, ya no es capaz de dar cuenta de los intereses y demandas de sociedades fragmentadas, con electores incapaces de comprender la complejidad de los temas y centros de decisión distantes. ¿Qué ganamos con candidatos con identificación local, si los debates siguen siendo lejanos y ajenos?

Una política que se percibe ineficaz y dominada por un lenguaje arcano (el de la tecnocracia) es frustrante para el ciudadano, que reacciona de distintas maneras: auto excluyéndose, ansiedad por encontrar alguien diferente, caer en la política espectáculo, tentación al populismo o al autoritarismo.

El candidato Garay es un síntoma del problema y, como todo síntoma, es sólo la señal de un desafío mayor, de esos que resuelven los líderes y no los candidatos, vale decir, los que tienen la lucidez y la valentía para intentar cambios muy de fondo.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera.