Sentimiento y razón

Pablo Rodríguez Grez | Sección: Historia, Política, Sociedad

#07-foto-1El ejercicio de la democracia, particularmente en su fase electoral, supone la confrontación de ideas a través de un diálogo no siempre respetuoso y esclarecedor. Lamentablemente, a lo largo del tiempo, puede constatarse la existencia de medios y personeros empeñados en atizar los conflictos, esforzándose por ridiculizar y descalificar a quienes discrepan de sus puntos de vista. Esta política fue, si no la causa principal, un factor importante en la radicalización del proceso que culminó en 1973 con una profunda fractura institucional. Con todo, es preferible una lacra de esta especie que una mordaza a la libertad de expresión, porque de esta última se siguen consecuencias todavía peores para la convivencia en sociedad. Como ocurre a menudo, en estos casos entran en pugna derechos fundamentales, debiendo los tribunales de justicia resolver, en definitiva, según las circunstancias imperantes y las pretensiones comprometidas.

El debate democrático debe ser leal. Ello implica despojarse de recursos efectistas para conquistar las preferencias y no esquivar la problemática que se analiza, induciendo a error o sensibilizando artificiosamente a los electores.

En Chile hay dos tendencias –derecha e izquierda– que hablan en un lenguaje no solo opuesto, sino que además desconectado muchas veces de lo medular. Una de ellas funda su mensaje en el sentimiento y la emoción, invocando dramáticamente las condiciones de vida de una parte de la población (cuestión de la que todos nos hacemos cargo y que nos pesa en igual medida), de la violencia de que fueron víctimas los que combatieron al gobierno militar, de la injusta acumulación de la riqueza, de la desigual distribución del ingreso, etcétera. La finalidad última de este mensaje es conmover e imputar al otro sector responsabilidad en lo que ocurre, buscando así una adhesión que, en este contexto, no es difícil conseguir. La otra tendencia habla a la razón, a veces con excesiva frialdad, aludiendo a problemas como la importancia del gasto fiscal, el equilibrio de la balanza de pagos, la eficiencia productiva, las ventajas competitivas, la evolución de la política monetaria y otras cuestiones técnicas de la misma índole. Los llamados movimientos de “centro” se nutren de ambos extremos, explotando, pero sin demasiado compromiso, lo útil de una u otra posición. Recuérdese la “revolución en libertad”, la “chilenización del cobre” o las “garantías constitucionales” exigidas al marxismo en 1970.

En un pueblo de muy pobre cultura cívica y generalizada ignorancia económica, el debate es desequilibrado y sus resultados pueden anticiparse sin mucha dificultad. La mayoría, tocada en sus más caros sentimientos, adhiere al plañidero y condena al tecnócrata desalmado y hierático. Lo anterior abre espacio a la más descarada demagogia, porque a la sombra de esta disyuntiva surgen los que anticipan la adopción de medidas milagrosas que pondrán fin a la injusticia, asegurando el progreso y el bienestar para todos.

A propósito de la apertura de un proceso constituyente original (no contemplado en nuestro ordenamiento jurídico), obra al parecer de los más imaginativos ingenieros políticos del Gobierno, se ha hecho creer a la ciudadanía que una nueva Constitución despejará los obstáculos que frenan el crecimiento y la justicia social. ¿Qué resultado tendrá esta campaña y a qué peligro nos expone? Me asiste la convicción de que lo primero que cosecharemos será una nueva frustración, que acrecentará el desprestigio casi unánime de los partidos políticos y su dirigencia, pagando justos por pecadores. Pero lo más grave será la “ideologización” del ciudadano común, efecto inevitable tratándose de una campaña de esta especie. Querámoslo o no, seremos arrastrados nuevamente a adoptar posiciones radicales y engañosas.

Es penoso observar que en una época en que se habla con razón del “ocaso de las ideologías”, como dice un autor; en que el avance científico-tecnológico arrasa con esquemas ya obsoletos, y en que operan, al menos entre nosotros, cambios sociales positivos de envergadura, volvamos a discutir sobre concepciones cuya ineptitud está universalmente comprobada.

La única salida para nuestro enclaustramiento político y social radica en que seamos capaces de no contraponer razón y sentimiento, juzguemos con objetividad las lecciones de la historia reciente, y escojamos con serenidad las alternativas que nos ofrece el futuro.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.