Responsabilidad personal y victimismo

Rodolfo González Gatica | Sección: Educación, Sociedad

#05-foto-1-autorEl ser humano –en su condición actual, de naturaleza caída y redimida– no puede ni podrá librarse de su enorme capacidad para cometer tonterías, errores, delitos en el uso de su legítima libertad, así como tampoco podrá privarse del sueño de acometer grandes epopeyas terrenas y celestiales.

A pesar de la ligereza con que muchos tratan de explicar –desde una óptica psicológica de dudosa credibilidad científica– que estos comportamientos inferiores (las tonterías, errores y delitos) son superiores a la capacidad de ponerles freno y barrera, la conciencia razonablemente formada se da cuenta que, detrás de ellos, hay debilidad, corrupción, perversión o lo que sea, pero cuyo denominador común es la responsabilidad de quien comete esos actos.

Podrá mitigarse la conciencia de culpa con argumentos de diverso color y razón, pero finalmente nadie puede aceptar –sin violentar su propia conciencia ni la inteligencia de un observador imparcial– que los atenuantes, eximentes, provocaciones, tentaciones o como se le llame a los invitados al acto personal, pueden ser rechazados o aceptados con total libertad. Al menos en naturalezas sanas, normales.

Puede costar más o costar menos el rechazarlas o dejarlas pasar; pero, en cualquier caso, nunca pueden obrar por encima de la propia responsabilidad del sujeto que actúa. Afirmar lo contrario es despacharse la libertad de un plumazo y firmar el certificado de defunción de la propia naturaleza humana.

El victimismo, como corriente de vida (con algún sustento en alguna filosofía barata) es quizás la más difundida y generadora de adeptos y voceros. Pasa por encima y a través de consideraciones religiosas, políticas, filosóficas y psicológicas. Es tremendamente popular en todas las latitudes y en todas las edades ya que es el portavoz de nuestras debilidades, el razonamiento de nuestras miserias, el punto de unión de nuestras tonterías colectivas o multi-individuales. Sus formas de expresión van desde el aficionado a esta corriente que expresa en una falsa humildad la posición de quien reconoce su insuficiencia (aunque es un primer signo de responsabilidad personal) hasta los expertos, los gurús de esta religión, que gritan desde la más erudita soberbia la imposibilidad de abstraerse de los influjos de las circunstancias y condicionantes exteriores.

El victimismo consigue, así, pasaporte de espiritualidad cuando se esconde detrás de una falsa humildad y se sitúa como paradigma de los nuevos tiempos al afirmar la imposibilidad de obrar de otra forma dada las circunstancias y condicionantes externas.

Como movimiento social, autoriza romper la propiedad ajena, corromper la naturaleza propia, alterar el orden, cuestionar las costumbres, en fin, se erige como justificación de la anarquía que ataca toda norma, toda regla, todo comportamiento establecido.

Sus adherentes son víctimas de las injusticias sociales, económicas, educacionales, de desviaciones psicológicas, conductuales, morales. Pobres e inocentes peones de ajedrez en las manos de maestros del mal y de la confusión que no les permite actuar de acuerdo a sus creencias y limitaciones propias. Si obtuvo una mala nota, fue el profesor quien le perjudicó con un acto sorpresivo; si impacta un coche por venir hablando por celular, fue el otro –el de adelante- que no avisó oportunamente sus intenciones de frenar; si insulta a otro que piensa distinto de él, es sólo en virtud de una ataque previo y la disculpa se extiende a quien se pudiera sentir ofendido, en abstracto, en irresponsable.

La víctima encarnada es incapaz de conjugar los tiempos verbales en primera persona del singular; desconoce el profundo significado del YO y se escuda en un plural cobarde y protector. O bien se asila en un impersonal “se”, que hace que las cosas se caigan, las tonterías se cometan, los insultos se salgan de la boca.

La víctima para poder seguir viviendo necesita –además de un parapeto que custodie sus cobardías– un culpable a quien transferir rápidamente la responsabilidad en caso que la evidencia sea tan contundente como la vergüenza de reconocerla. Y ojalá que el culpable esté lejos, sea anónimo, estructural para no tener que enfrentarlo en un careo revelador de la verdad.

No hay víctima sin culpable, así como la responsabilidad no necesita complicidad. El culpable se crea como compañero de viaje de la víctima, se inventa cuando no existe, se anuncia cuando nadie lo reconoce. Es su socio natural, deseado, sin el cual no se podría seguir acometiendo empresas de maldad o debilidad sin que la conciencia reclame, en algún momento, el reparto de responsabilidades.

Hay que revivirle los créditos a la responsabilidad personal, ésa que es capaz de gritar “yo fui” aunque no haya nadie dispuesto a castigarla o a premiarla. Hay que erigir un monumento al heroísmo diario de reconocer éxitos y fracasos, aciertos y tonterías, sin buscar a otro que se lleve el estigma y la sanción. Hay que enseñar a los más jóvenes que detrás de una piedra hay una mano y que esa mano no es resorte fatal de una fatalidad social previa. Hay que recrear la virtud de la humildad para pedir ayuda frente a la dificultad sin esperar que la dificultad se constituya en culpable de la torpeza personal.

#05-foto-2En fin, hay que volver a creer en la libertad, en esa enigmática aliada que nos permite alcanzar las más grandes metas y sumirnos en los más vergonzosos lodos, en esa incomprensible amiga que permite que nuestros comportamientos sean humanos, tremendamente humanos, salvajemente humanos, divinamente humanos. Pero esa amiga, como enseñaban los de antes, tiene como compañera inseparable a la responsabilidad, a su prima perna –dirían ahora los jóvenes– que advierte las consecuencias de los actos y previene a su amiga la libertad de no ir más allá de donde la razón es capaz de dibujar los efectos, buenos o malos. Esa prima que, además de dar solidez a la libertad, es causa y fundamento de una vida sana, sin complejos, simplemente feliz.