Interrelación económica

Joaquín Fermandois | Sección: Historia, Política, Sociedad

#06-foto-1En la revuelta a la que Trump y Sanders le han dado rostros disímiles hay un denominador común: rechazar el libre comercio o interrelación –también globalización– económica, ya sea mediante una suerte de proteccionismo universal o, suponemos, reviviendo el trueque. Esta visión a veces cala hondo en cultos e incultos. No es muy diferente a la plusvalía de Marx o a los dependentistas de los 1970, que se podrían resumir en que la riqueza de uno es la causa de la pobreza del otro, quizás lo contrario de lo que en general se ha comprobado en la economía moderna. Por ello el debate en torno al TPP –que apoya el libre comercio– promete ser duro en todas partes y su aprobación no se debe dar por supuesta.

Si miramos la evolución de la economía moderna desde la Revolución Industrial, alrededor del 1800, esta sería inexplicable sin la interrelación. El desarrollo no quedó constreñido a Inglaterra y Holanda. Pronto surgieron otros motores del proceso: la costa este de EE.UU., Francia, el norte de Italia y Europa central, incluyendo hacia mediados de siglo a Alemania. Después del 1900 Canadá y Australia comenzarían a levantar cabeza y a ser reconocidas como tales (entonces en la lista se incluía a Argentina).

En el curso de la primera mitad del siglo XX, Japón culminó el proceso al ser la primera nación ajena al radio cultural europeo que llegó a ser desarrollada, aunque su verdadero potencial emergió después de 1945. Se decía en los 1950 que ya era imposible que el desarrollo se expandiera más. Entre los 1970 y 1980 surgió el fenómeno de los «tigres asiáticos«, y lo que dio en llamarse neo-confucionismo pasó a ser una explicación del proceso que parecía envolver a toda una zona cultural. En los últimos 30 años, China y otras zonas asiáticas se sumaron al proceso (algunos ex sistemas marxistas caben parcialmente en este esquema).

Pero no se trata de todo el mundo y quizá nunca lo será. Si fuera un asunto de recetas, en 200 años debería comprender a la gran mayoría del mundo y desde luego debió haber incluido a América Latina. No ha sido así; la política y la teoría han discutido latamente sobre las causas del desarrollo y del subdesarrollo. Como en tantas cosas, no hay respuesta única. Me convence más la explicación cultural, entendiendo que las culturas en cuanto modos de vida pueden hasta cierto punto experimentar una modificación. Con todo, donde ha ocurrido la transformación se asumió la interrelación económica; esta fue el punto de referencia para dinamizar el esfuerzo interno. Este vino primero por cierto, pero reconociendo la realidad internacional.

El proceso ha tenido sus accidentes y no todo es maravilla. En especial hay dos –aparte del problema medioambiental– que afectan al ciudadano de a pie. Primero, debe haber mejor evaluación de los factores críticos (¿quién predijo 2008?) y que no suceda que de pronto a lo largo del globo millones queden desempleados y muchas veces ya no se recuperan plenamente a lo largo de la vida. Segundo, la interdependencia produce sismos bruscos para algunos al reemplazar ciertos tipos de ocupaciones (lo que asoma con Uber); no es razonable evadir el cambio de tecnologías y productividad; no es civilizado dejar al desamparo a sectores y hasta a capas de la población que comprensiblemente reaccionarán con ira y demandarían con nostalgia un sistema colectivista. Finalmente, el desarrollo requiere tanto de asumir esta realidad como de auto-organización (incluye la educación) y autodisciplina (no se puede exigir retornos de inmediato). A Trump y Sanders habría que recordarles que también los países desarrollados de cuando en cuando deben readaptarse.

 

 

Nota: este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.