Lecturas veraniegas: Sobre ‘El nombre de la rosa’ de U. Eco

Patricio Domínguez | Sección: Arte y Cultura

Hay autores consagrados que sólo han sido capaces de regalarme un sólo libro; hay otros, en cambio, que me han movido a explorarlos, a escudriñar su producción literaria, a buscar sus codiciadas “obras completas” en librerías. Entre los primeros están, por ejemplo, García Márquez, Donoso y Rulfo. Leer una gran obra de cada uno me ha bastado, me ha satisfecho, pero a la vez me ha puesto un límite, una sensación de saciedad que me sopla al oído un “no más”. “Cien Años de Soledad” puede ser un descubrimiento en dos sentidos: podemos, como hispanoamericanos, sentirnos en casa con el boom, caer en la cuenta de que vivimos en Macondo, o bien podemos descubrir que Macondo queda muy lejos y que visitarlo por segunda vez sería demasiado tedioso.

El mismo dejo de saciedad me ha embargado tras la lectura de El nombre de la Rosa (1980) de Umberto Eco, recientemente fallecido. Cierro la última página de este libro y releo con asombro que se trató de un “best-seller”. Seguramente los críticos se han preguntado cómo diantres una novela no llena, sino plagada de alusiones eruditas a la teología y filosofía del medioevo (inaccesibles al gran público) llegó a ser un éxito de ventas. Creo que el mérito de Eco en este respecto es innegable: su pluma es entretenida, ágil. El lector promedio, que no tiene porqué conocer la tradición agustiniana, las escuelas de lógica o manejar las luchas intestinas dentro de la orden franciscana, puede sostener una lectura gratificante, aunque fragmentaria. La historia de una serie de crímenes en una abadía medieval, investigada por un monje llamado William of Baskerville (la alusión a S. Holmes salta a la vista) atrapa al lector. Hay personajes divertidos, disputationes ingeniosas, intriga política y vueltas de tuerca. Hasta ahí todo bien.

El problema, la causa de la saciedad, está en que toda la admirable erudición para construir a William of Baskerville termina en un personaje inverosímil, anacrónico, reflejo ideológico quizá del mismo Eco. Baskerville se viste como monje del siglo XIV pero piensa como si fuese un engendro hipermoderno, ajeno y superior al mundo medieval en el cual se supone que vive. Queda claro que las simpatías del medievalista Eco van por el nominalismo-empirismo de Ockham (una tradición, digámoslo, antipática); pero el problema no está tanto allí como en la constante intención moralizante de Baskerville, su superioridad moral no disimulada, su secular santidad. La novela de Eco se mantiene por su trama y sus aliños eruditos, pero flaquea por su intención de ser más que un juego y convertirse en una moraleja ética-política del mundo moderno.

La páginas finales del “Nombre de la Rosa” se leen con cierto alivio. Agradecemos a Eco sus momentos de genuina entretención, su prosa amena, sus alusiones culturales veladas y abiertas. Pero no ha pasado la prueba. Ha satisfecho mi apetito, pero dejándome un sabor en la boca que es menester cambiar. Habrá que buscar o releer, entonces, aquellos autores que sean como un manantial y que nos hagan subir hasta la fuente, cada vez más alto.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog Ruleta rusa, https://ruletarusablog.wordpress.com.