El sadismo de Carlos Peña

Jaime Antúnez Aldunate | Sección: Religión, Sociedad

A la zaga de Sigmund Freud, la más reciente estrella de sus elucubraciones –o de su oficio periodístico– el abogado Carlos Peña, en su columna dominical, sorprendentemente manifiesta cero reparo –y hasta por el contrario– frente al “hackeo” de correspondencia personal, peligroso delito que se hace cada vez más extensivo. Acto seguido, el mismo rector Peña, implícitamente propicia, hay que deducirlo, que al interior de las instituciones educacionales, los responsables no puedan ya privadamente discutir estrategias para mantener la disciplina y apartar las malas prácticas y a sus agentes, pues esto sería maquinación antidemocrática; idéntico criterio habría de aplicarse por parte de dichas autoridades –no cabe entenderlo de otra manera– al discutir y actuar de palabra y hecho, con pares internos y externos a la institución, respecto de las supuestas bondades, por ejemplo, de determinada reforma educacional (“pecado” del que ciertamente la máxima autoridad de UDP está impoluta…). El comunicador Carlos Peña, a la luz de lo anterior, condenará por fin que los padres de familia (en consonancia con un proyecto de ley en curso) avengan privadamente normas que obliguen a los hijos en orden a su deber de educarlos, los cuales ahora podrán apelar a los medios y al juez contra sus mayores, siendo esto –lo diametralmente contrario a la práctica que a través de milenios ha dado conformación a la institución básica de toda sociedad, la familia– lo que le parece normal (Freud dixit).

Para rematar tan incoherente reflexión, que supone en la secuela de su maestro, Peña arremete, extrapolando e hilvanando alevosamente, con total irreverencia, contra lo más esencial y sagrado de la fe que profesan la mayoría de sus conciudadanos. Me refiero a su grosera homologación de lo que interesadamente califica como “maquinaciones domésticas”, con el misterio eucarístico de la transubstanciación, que transforma el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo.

El mes de la patria sirve para hacer memoria de nuestra historia. Hoy parece evidente que, ante la irrupción de la tormenta ideológica de fines de los sesenta, nadie, ni en las derechas ni en las izquierdas, estaba preparado. Al cabo, todo salió como salió. Grave responsabilidad cupo, sin duda, a toda la clase dirigente en esa despreparación.

Hoy, después de más de tres décadas concentrada casi con exclusividad en la prevalencia del “eficientismo de la tecnocracia” (Laudato si’, 189), preocupa ver lo desarmada que está de nuevo esa misma clase dirigente frente a la tormenta de la vulgarización y desacralización transformada en sistema, lo que se manifiesta en la debilidad e inconsistencia de su reacción. Hay que escuchar al Papa Francisco cuando dice que “ya hemos tenido mucho tiempo de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad, y llegó la hora de advertir que esa alegre superficialidad… esa destrucción de todo fundamento de la vida social termina enfrentándonos unos con otros… (y) provoca el surgimiento de nuevas formas de violencia y crueldad” (LS, 229).