El aborto y la falacia neutralista

Carlos López Díaz | Sección: Política, Sociedad, Vida

Ben Carson es un candidato de trayectoria ascendente a la nominación del Partido Republicano para las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos. Pero sobre todo fue, hasta que se retiró, uno de los neurocirujanos más prestigiosos de su país, pionero en cirugía intrauterina y en la separación de gemelos siameses.

En una entrevista para el programa Meet the Press, de la NBC News, Carson comparó la legalización del aborto provocado con la esclavitud, en referencia a uno de los argumentos preferidos de los abortistas, que podríamos formular del modo siguiente:

Se puede estar –sostienen los partidarios del aborto– a favor o en contra, pero no se puede imponer ni la obligación ni la prohibición de abortar. Cada cual debe poder decidir en conciencia.

Carson viene a sostener que este argumento sería formalmente indistinguible del siguiente:

Se puede estar a favor o en contra de la esclavitud, pero no se puede imponer ni la obligación ni la prohibición de poseer esclavos. Cada cual debe poder decidir en conciencia.

El quid de la cuestión es a quién consideramos sujeto de derechos. Durante miles de años, muchos propietarios de esclavos, incluido el gran filósofo Aristóteles, pensaron que algunos seres humanos (por ejemplo, hombres de raza negra como Ben Carson) no podían ser considerados como tales plenamente, al igual que en nuestros días son muchos quienes consideran que los seres humanos en gestación no son totalmente personas, y por tanto no gozan del mismo derecho a la vida que un niño recién nacido o un adulto. (El filósofo Peter Singer va más lejos aún, admitiendo el infanticidio en determinados casos, mientras defiende activamente los derechos de los grandes simios.)

Sin entrar aquí en el fondo del asunto, los progresistas sostienen que, puesto que no existe un consenso sobre cuándo empieza un ser humano a poder ser considerado como una persona, el Estado debe adoptar una posición agnóstica, o neutral, permitiendo a los individuos que puedan decidir libremente, pues otra cosa sería imponer una determinada moral, ¡algo al parecer terrible! Con lo felices que seríamos si nuestros antepasados no se hubieran autoimpuesto severas restricciones morales contra merendarse a los prisioneros y raptar a las doncellas.

 

Los progresistas imponen su idea de moral

Cabe señalar que los progresistas son los primeros que imponen sin recato su idea de moral, por ejemplo en el sistema educativo, adoctrinando a los niños en la ideología de género o en el ecosocialismo de batucada, sin contar con la opinión de los padres. Pero aunque por hipótesis fueran consecuentes con sus propias declaraciones de principios, no por ello sería válida la idea de la neutralidad del Estado.

La virtud de la comparación entre el aborto y la esclavitud estriba precisamente en que nos muestra con fuerza irresistible que, en este caso, carece de todo sentido hablar de neutralidad. Cuando el Estado tolera que cada cual decida si algunos seres humanos tienen derecho a la vida, por ello mismo está renunciando a proteger ese derecho, y por tanto está actuando como si no existiera. Es decir, está dando implícitamente la razón a una parte, que es exactamente lo contrario de ser neutral.

 

La democracia como única vía pacífica

Ahora bien, en una sociedad dividida respecto a un asunto inconciliable, la única vía pacífica es la democracia. Pero esto no debe malentenderse en un sentido relativista, como si la verdad pudiera reducirse al número de votos. La regla de la mayoría es un método de convivencia, no de conocimiento. Por ello, debe aplicarse con prudencia.

En primer lugar, las minorías deben saber perder, acatando el resultado de una votación realizada con las debidas garantías, aunque no renuncien por ello a sus ideas. Pero no menos importante: las mayorías deben saber ganar, es decir, deben admitir que su victoria en las urnas no les concede el derecho a excluir ni hostigar a las minorías pacíficas, ni a prohibirles que continúen trabajando para poder convencer a más ciudadanos.

Como mostraron dramáticamente los convulsos acontecimientos de la España de los años treinta, los progresistas suelen ser malos perdedores y malos ganadores. Cuando gobiernan ellos, toda disidencia es tachada automáticamente de fascista y antidemocrática. Cuando están en la oposición, ni siquiera una mayoría absoluta de la derecha les impresiona lo más mínimo.

Si el actual gobierno de Mariano Rajoy hubiera continuado adelante con la ley del aborto que prometió a sus votantes, sin duda se hubiera encontrado con una campaña de agitación formidable, del tenor del “no a la guerra”.

La rendición preventiva del PP nos ha privado de semejante espectáculo, aunque por supuesto lo peor es que está privando de la vida, por omisión, a miles de seres humanos antes de nacer. Y entre tanto, cada vez más envalentonados, los progresistas ya elaboran planes para blindar constitucionalmente el “derecho” al aborto y otras aportaciones del zapaterismo, como el “matrimonio” gay.

Sin embargo, cuando en Hungría se votó por amplia mayoría una constitución que protege a la vida humana desde la concepción, y a la familia formada por una mujer y un hombre, eso ya no sólo no les gustó (están en su derecho) sino que no les pareció democrático, y no dudarían en sancionar al país magiar desde instancias supranacionales, o incluso en remover al gobierno de Viktor Orban, si pudieran hacerlo.

En conclusión: democracia es cuando ganan los progresistas; y neutralidad, darles la razón a ellos. Que la izquierda lo crea así, puede sorprendernos poco. El problema es cuando la derecha opina exactamente lo mismo, y el discurso público queda cerrado a cualquier alternativa, como sucede en España, donde quienes piensan y se expresan tan bien como Ben Carson no serán entrevistados en ninguna cadena de gran audiencia, y mucho menos en período preelectoral.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Actuall, www.actuall.com.