Acostumbrarse al mal

Raúl Madrid | Sección: Sociedad, Vida

El otro día una alumna me contaba que había asistido a la exposición de un médico pro vida, es decir, un médico contrario al aborto, como deberían ser todos los médicos. Preguntada sobre qué le había parecido la conferencia, me contestó que muy bien, pero que el ponente había pasado algunas fotos que mostraban los cadáveres o restos de los niños abortados, y que dichas imágenes no la impresionaban, porque “ya se había acostumbrado a verlas”.

Sin proponérselo, mi alumna consiguió traducir en palabras una de las consecuencias más nefastas de las comunicaciones contemporáneas: al buscar sensibilizar a la opinión pública con la exposición del dolor ajeno, consiguen el efecto contrario. Idéntica consecuencia se produjo con la imagen del cadáver del infortunado niño sirio en una playa: al principio, provocó una reacción enorme en el público, pero después se convirtió en un ícono tan omnipresente, que perdió su valor moral (y hasta los de Charlie Hebdó aprovecharon la imagen para hacer un inapropiado chiste).

Exactamente lo mismo ocurre con las frases de grandes filósofos, hombres de Estado o moralistas que son sacadas de contexto y diseminadas después a través de las supercarreteras digitales en forma de memes (igual de vacíos que frase de tarjeta Village, diría algún maduro adolescente ochentero). Pensamientos originalmente profundos, que expresaron en su momento contenidos largamente meditados, se transforman en píldoras de consumo rápido, filosofía express, aséptica, capaz de ser compartida por cualquier tendencia ideológica, porque su dosis de ciento cuarenta caracteres no alcanza a expresar bagajes intelectuales, formas de vida, ni posiciones morales coherentes.

Del mismo modo, el cuerpo sin vida del pequeño sirio pasó de ser una tragedia humana infinita, a convertirse –gracias a las pantallas “inteligentes”– en una instantánea más de un gigantesco videoclip, donde las escenas inconexas en realidad no significan nada, y podrían usarse indistintamente tanto para representar una canción del artista de moda, como para vender helados. Idéntica suerte tienen las imágenes del aborto. Y sus partidarios lo saben: ellos nunca utilizan imágenes terribles, pero sin embargo jamás se olvidan de copar las redes sociales, todas, en todo momento.

El efecto que mi alumna expresaba con la palabra “costumbre”, es el resultado en primer lugar de una sociedad que no quiere saber de la existencia del sufrimiento, pero también de la distancia entre la realidad que acontece y la mediación de las redes informativas. Lo que realmente acontece está lejos; lo que llega a mi computador es una secuencia pasteurizada que libera mi conciencia moral cuando le pongo “me gusta”, o pinto mi perfil de Facebook con rayitas. Me viene a la mente un libro de Baudrillard, donde éste sostenía que la Guerra del Golfo no había ocurrido en realidad, porque los hechos verdaderos sólo eran conocidos por los protagonistas, y el resto del mundo sabía sólo lo que quería informar CNN; es decir, la guerra vivía en los medios.

Antes, el mal carecía de mediación. Lo experimentábamos directamente, en nuestro entorno, y no podíamos acostumbrarnos a él, o lo hacíamos de modo muy dificultoso (como los verdugos, que se emborrachaban para poder cumplir con su trabajo). Puede que no supiéramos del mal lejano, pero el real bastaba para conmocionarnos. Acostumbrarse al daño y a la maldad en tres dimensiones es mucho más difícil que rodeado del Candy Crush. Ahora sin embargo, que conocemos todos los horrores posibles a través de cápsulas luminosas que desaparecen al pasar el dedo por la pantalla, la maldad se transforma en una entidad abstracta, con la que podemos vivir tranquilamente sin que la conciencia nos moleste demasiado.

Así pues, todos esos niños abortados, desmembrados, inertes, con expresiones indefinibles en los rostros todavía en formación; todas esas vidas que no pudieron desplegarse por la voluntariedad de terceros, todos esos universos en miniatura que aguardaban por sus sueños, sus luchas, sus afectos, se convierten en nuestros teléfonos en material descartable, al que, de tanto verlos convertidos entradas o links en el escaparate digital, los tomamos simplemente como cualquier otra información de la web: “perro perdido”, “casa en venta”, “las diez mejores películas del siglo”, etc.

Pienso que cada uno de nosotros debe hacer un esfuerzo para no caer en esta trampa. Ver mil veces el vídeo de un asesinato no convierte el hecho en bueno, deseable, tolerable, o lo que ustedes quieran. Lo convierte simplemente en algo que, de tanto verlo, no nos impresiona. Sin embargo, la educación moral y la virtud consisten en conseguir actuar por principios, y no por impresiones. Mantengamos el espíritu despierto: nadie puede llegar acostumbrarse nunca a la masacre de inocentes, y menos todavía si se hace institucional, como pretende el gobierno de Michelle Bachelet con su proyecto de despenalización del aborto.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Chile B, www.chileb.cl.