Tontilandia

Fernando Silva Vargas | Sección: Historia, Política, Sociedad

Se ha convertido en un lugar común la afirmación de que la Presidenta Bachelet ha “perdido el norte”. Si bien la parálisis del Gobierno y el increíble caos que hoy sufrimos justificarían ese diagnóstico, creo que lo que ocurre es exactamente lo contrario: nuestro país está pasando por un muy mal momento porque la señora Bachelet ha decidido “mantener el norte”. Como candidata, y después como Presidenta, repitió una y otra vez lo que sería el gran objetivo de su segundo mandato: completar lo que no logró hacer el Presidente Allende. Y para eso se rodeó de los colaboradores que estimó los más adecuados para dicho propósito. Al margen de la historia oficial inventada por la izquierda, el gobierno de la UP cumplió una real hazaña al reunir incompetencia, ignorancia, fanatismo, violencia, intransigencia y frivolidad, componentes tóxicos que llevaron a nuestro país al lamentable resultado que conocemos. Sabiendo cuál es el objetivo del Gobierno de la señora Bachelet, ¿cabe extrañarse de lo que estamos viviendo, más cuando se advierte que muchos de esos componentes han invadido nuevamente al quehacer político?

Entre los muchos disparates con que hemos sido bombardeados, uno de magnitud mayor es la oferta de nueva Constitución. Durante el decenio de 1820 muchos creían en Chile que, efectivamente, una Constitución era capaz de remediar todos los males e, incluso, de mejorar moralmente a las personas. En 1851 Pedro Félix Vicuña pedía con insistencia una Asamblea Constituyente, y en 1859 hacía otro tanto su hijo Benjamín. Pero en 2015 deberíamos saber que un buen Gobierno se puede lograr con una Constitución deficiente si quienes están en el poder son competentes, honestos y razonables. Y tenemos pruebas indesmentibles de que una Constitución espléndida desde el punto de vista técnico no es capaz de impedir horrores increíbles. ¿Acaso no llegó Hitler al poder con la magnífica Constitución de Weimar? A la voz de nueva Constitución se originó un larguísimo e insustancial intercambio de opiniones sobre el procedimiento. En materia de contenido estamos informados de que algunos grupos se han puesto al trabajo. Hasta ahora solo hemos conocido por la prensa los lineamientos esenciales de la obra de dos prohombres del socialismo, que parecen ideados en una noche de absenta y marihuana. Y con seguridad tendremos que sufrir muchos otros proyectos similares.

Para enturbiar más el panorama, la Presidenta Bachelet ha firmado, en una liturgia lamentable, otro proyecto que apunta a materias institucionales. Se trata de una ley dirigida a fortalecer a los partidos políticos. Y allí aparece, nuevamente, la orden de partido. ¿Es posible que los autores del proyecto ignoren tan completamente la historia reciente de nuestro país como para proponer semejante disparate? Parece creerse que con la orden de partido dada por la directiva los parlamentarios actuarán obedientemente a la hora de votar en el Congreso. Se olvida que en forma paralela se está discutiendo sobre la constitución de partidos y, según entendemos, en el futuro será más fácil crear uno nuevo que formar un club de rayuela. Puede suponerse, entonces, que un parlamentario que no esté dispuesto a acatar una orden de partido podrá sin muchos problemas organizar una nueva colectividad, contribuyendo así a la ingobernabilidad que exhiben otros países que tienen una multiplicidad de colectividades políticas.

Pero no es ese el único problema que surge de la orden de partido. Esta fue la herramienta esencial que bajo el imperio de la Constitución de 1925 utilizaron los partidos para presionar al Presidente de la República. En efecto, las exigencias de estos iban a menudo acompañadas de la amenaza de la orden dada a los ministros, pero que también podía extenderse a los subsecretarios, a los directores de servicios, a los embajadores y a altos funcionarios, de que renunciaran a sus cargos.

Era, por cierto, una amenaza que rara vez se cumplía, pero muy perturbadora de la institucionalidad, al permitir que la directiva de un partido -con frecuencia el del propio Presidente- impusiera su voluntad sobre el Ejecutivo. Y una derivación de la orden de partido fue el pase, es decir, el permiso que daba -o negaba- la directiva de una colectividad para que uno de sus miembros aceptara un cargo en la administración. En una singular paradoja, la Presidenta Bachelet les está entregando a las directivas de los partidos una poderosísima arma contra la Primera Magistratura.

Una vez más la impericia y la miopía de nuestros gobernantes justifican el nombre que el humorista Jenaro Prieto dio hace muchos decenios a nuestro país: Tontilandia.

 

 

Nota: Esta carta fue publicada originalmente por El Mercurio de Santiago.