La rosa inaccesible

Joaquín García Huidobro | Sección: Familia, Política, Sociedad

Los activistas de la causa gay están de fiesta. La Corte Suprema norteamericana ha declarado que la prohibición del llamado matrimonio homosexual resulta contraria a la igualdad ante la ley establecida en la Constitución. Ahora pueden pensar que sus uniones son exactamente iguales a la de George Washington y su esposa Martha, o al matrimonio de John Adams y la gran Abigail.

¿Es discriminatoria la prohibición del “matrimonio” homosexual, como piensa la mayoría del Tribunal más famoso del mundo? Depende de lo que entendamos por matrimonio. El juez Roberts, de la minoría, reprochaba la arbitrariedad de sus colegas a la hora de redefinir esa institución: “La decisión de la mayoría es un acto de la voluntad, no un fallo jurídico. (…) Como resultado, el Tribunal invalida las leyes sobre el matrimonio de más de la mitad de los estados y ordena la transformación de una institución social que ha sido la base de la sociedad humana durante milenios, desde los bosquimanos del Kalahari y los chinos Han, los cartagineses y los aztecas. ¿Quiénes creemos que somos?”.

Los partidarios del “matrimonio” homosexual consideran que lo esencial para que haya matrimonio es el afecto. Y como dos personas del mismo sexo pueden quererse mucho, les parece inexplicable que se las excluya de esa institución. Pero, aparte del hecho evidente de que ha habido millares de matrimonios a lo largo de la historia donde no existía afecto, uno podría preguntarse: ¿Y por qué el derecho de la República tiene que preocuparse de algo tan privado como los afectos? Ya lo decía Marx: “Si el matrimonio no fuera la base de la familia, la legislación le prestaría tan poca atención como a la amistad”.

El matrimonio tiene un estatuto especial porque es una institución que está orientada a la procreación, es decir, en ella se transmite la vida y la cultura a los nuevos ciudadanos. Por eso, el legislador la trata con especial cuidado, un cuidado que incluye también a las parejas que por alguna razón accidental (enfermedad, edad) no están en un determinado momento en condiciones de tener hijos efectivamente, pero cuyo vínculo se orienta según el modelo de una unión heterosexual abierta a la procreación y llamada a una complementariedad tan profunda que solo puede darse en la unión de los diversos.

No es casual, entonces, que los partidarios de la causa gay insistan con tanto empeño en el “derecho” de esas parejas a adoptar niños. Dado que esas uniones son en sí mismas infértiles, necesitan hacer lo posible para imitar al matrimonio de verdad y lograr que la preocupación del legislador por sus afectos tenga alguna mínima justificación.

Los activistas homosexuales piensan que han conseguido un sueño muy antiguo, el de poder contraer matrimonio. La verdad es que ha pasado exactamente lo contrario. Aquí ha sucedido algo semejante a una pesadilla donde una persona aspira a tomar una rosa muy bonita, pero –al cortarla– ésta se le marchita de inmediato. Nunca llegarán al matrimonio porque desde el 26 de junio de 2015 el matrimonio ha dejado de existir en los Estados Unidos, y ha pasado a ser otra cosa. Lo que han conseguido no es participar de la experiencia de Pierre y Marie Curie, de Arturo Prat y Carmela Carvajal, o de Adán y Eva, sino ser incluidos en un engendro jurídico en el que cabe todo.

Lo ha dicho el mismo juez Roberts: “Ustedes no están buscando unirse a una institución. Están buscando cambiar la institución”. Esta semana lo han conseguido, pero al precio de no poder acceder nunca a ella, sino a una cosa distinta. Podrán celebrar, pero consiguieron algo distinto del matrimonio.

La sentencia de la Corte Suprema norteamericana deja abierta, al menos, dos preguntas importantes. La primera tiene que ver con la repercusión jurídica de los afectos: si el matrimonio debe incluir a dos personas del mismo sexo que se aman, ¿por qué no pueden ser tres o más? Las razones que llevan a aceptar el “matrimonio” homosexual hacen imposible excluir la poligamia de adultos.

La segunda pregunta es: Si la procreación no es la razón que lleva a que el legislador preste atención al matrimonio, ¿por qué tiene que ocuparse de él? ¿No deberían ser las personas las que determinen cómo vivir y el Estado permanecer totalmente ajeno a lo que ellas resuelvan? Ya hay bastantes extremistas liberales que lo piensan. Uno puede reprocharles muchas cosas, pero no la incoherencia.

 

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.