Aborto e institucionalidad

José Antonio Amunátegui O. | Sección: Política, Sociedad, Vida

#11-foto-1Abortar, al tenor de la polémica, es matar algo que para algunos es humano y para otros no. Hay consenso en que es vida, alguno duda de que sea humana. ¿Se habilitó a la institucionalidad, a sus funcionarios o representantes, para que arbitren y resuelvan este tipo de dudas? ¿Son, los representantes electos, competentes para zanjar una cuestión de tal gravedad? ¿Es propio de la institucionalidad defender la vida humana, o le es propio amenazarla? Si hay duda, ¿nos parece propio que fugaces mayorías legislativas sentencien, por ley, en contra de la vida? ¿Deseamos que los representantes electos tengan ese poder sobre la vida humana? Había quedado claro, en la discusión legislativa de 1991 sobre la pena de muerte, el rol institucional y los límites de los representantes y funcionarios públicos en cuanto a la vida y la dignidad humana respecta. ¿Porqué retroceder ahora?

Se ha reclamado la cuestión de la conciencia individual, en favor y en contra del aborto. Ciertamente la conciencia de cada persona humana es sagrada e inviolable, tanto así que no se le delega a nuestra institucionalidad intervenir en ella. A la institucionalidad se le encomendó la defensa de un criterio general, referido a los actos humanos, más allá de lo que piense cada uno en su sagrado fuero íntimo: no matar. Matar a un ser humano es un crimen. ¿Debe darse por ley la razón a quienes piensen que algunos, en ciertas condiciones, deben morir, y otros pueden matar o ejecutar sentencias emanadas de una conciencia individual, sin dar cuenta alguna de tan terrible acto? Si el legislador se arroga el derecho de dar por ley la razón a quien sostenga el derecho de matar a otro, en un solo caso, ¿qué impide que se amplíe el espectro de “casos” en que el legislador aplicará tan terrible criterio? Etnias, enfermos, diferentes, minorías, adversarios Esto no es nuevo, ya lo hemos visto, y nos avergonzamos como humanidad de ello.

Tratándose de la vida humana, no es razonable comisionar al Estado y a nuestros representantes para disponer de tan gran bien, en ningún caso. Ningún representante tiene “autoridad” sobre la vida y la muerte de los gobernados. Tampoco la debe tener un consenso efímero, construido con representantes elegidos con un cuarto del electorado, técnicas de propaganda, encuestas, y sensibilizaciones basadas en la autocompasión. Nuestro país requiere reponer a la vida humana como el bien más preciado, situado por sobre las conciencias individuales; dentro de este territorio, esas conciencias individuales están obligadas a guiar sus criterios subjetivos hacia este valor mayor objetivo. Una conciencia individual que estime bueno matar a otro ser humano nos debe preocupar muchísimo; pero un representante electo que se haga eco de tal conciencia individual debe cesar en sus funciones y responder ante la ley por promover, desde el Estado, el crimen, y por situarse más allá del mandato que le fue delegado.